No todas las historias de adolescentes son de jóvenes descerebrados, obsesionados por el sexo, que hacen bromas estúpidas. Hay también un tipo de relato inteligente y sensible, que refleja la angustia y la soledad, cuando uno se da cuenta que nadie le entiende. Son muchos los libros que se comparan con “El guardián entre el centeno” (1951) de Salinger, pero pocos se acercan tanto a una versión actual de Holden Caulfield, como el protagonista de la novela de Peter Cameron, “Algún día este dolor te será útil”. En parte, incluso le prefiero. Me resulta más tierno y confuso.
En el Nueva York posterior al 11 de septiembre, vive un chico de dieciocho años en una familia desestructurada. James está con su madre –que acaba de pasar su luna de miel en Las Vegas, pero está ya dispuesta a divorciarse por tercera vez– y su hermana –que sale con un profesor casado, mayor que ella–. Los viernes va a buscar a su padre al trabajo, para comer con él, pero con quien realmente quiere estar, es con su abuela. Le gusta su casa antigua y sus rituales, que es lo más parecido que ha conocido a un hogar.
Dicen que en Estados Unidos, ya no se pregunta dónde estabas cuándo acabó la guerra, mataron a Kennedy o pisó el hombre la luna, sino “cuándo se divorciaron tus padres”. Ya que lo que al principio se llamó la Generación X, se ha rebautizado ahora –por un famoso artículo de
Wall Street Journal– como la generación del divorcio. Son los que nacieron entre 1965 y 1980 –o sea, los años antes de que en España se permitiera el divorcio–. El fenómeno nos resulta ahora, sin embargo, muy conocido.
INADAPTADO SOCIAL
James no parece encajar en ningún sitio. Acaba de terminar el colegio y podría ir a la universidad, pero prefiere no ir. No le gusta la gente de su edad,
sobre todo cuando forman grupos. Tampoco sale con chicas, pero no cree ser gay, puesto que no tiene relaciones homosexuales. Vive absorto en sus pensamientos y lecturas. Su desaparición en una visita a Washington, hace que sus padres le manden a una psiquiatra, que se ve incapaz de lidiar con él. Le contesta a cada pregunta con otra pregunta.
“Creo que la terapia es una idea de las sociedades capitalistas bastante equivocada –dice–, en la que un examen de tu vida, complaciente para contigo mismo, sustituye a la auténtica realidad habitual de la vida”. Puesto que “la mayoría de la gente cree que las cosas no son reales si no se expresan verbalmente, y que es el acto de expresarlas y no el de pensarlas lo que las legitima. Supongo que por ese motivo uno siempre quiere que otro le diga “te quiero”. Yo pienso lo contrario, que los pensamientos son más reales cuando se piensan, que expresarlos los distorsiona o diluye.”
El aislamiento en que vive, le ha llevado a una incomunicación tal, que se ha vuelto antisocial. “Si bien no soy un sociópata ni un bicho raro (aunque no creo que los sociópatas ni bichos raros se identifiquen a si mismo como tales), lo cierto es que no me gusta estar con la gente”. Para él, “las personas, pocas veces dicen cosas interesantes”. Puesto que “siempre hablan de sus vidas, unas vidas que no son muy interesantes”. Y eso le impacienta: “En cierto modo, creo que sólo deberías decir algo si es interesante, o absolutamente preciso decirlo”.
LA IRONÍA DE LA VIDA
Aunque el título suena a libro de autoayuda, viene de una frase latina de Ovidio, que comienza con “sé paciente y fuerte”. Te engancha desde las primeras páginas –muy bien traducidas por Jordi Fibla para los elegantes Libros del Asteroide–, por su tono irónico y tierno. James es divertido y brillante, pero a veces también triste. Su sarcasmo no llega a caer en el cinismo de Holden en “El guardián entre el centeno”, aunque también recorra Nueva York con diecisiete años. En realidad, el personaje de Salinger está haciendo tiempo antes de volver a casa, tras haber sido expulsado del colegio antes de Navidad, mientras que el de Cameron pasa el verano ayudando a su madre, en una galería de arte en Manhattan.
Su parodia del pretencioso mundo del arte, es destornillante. La madre de James se dedica a promover a un artista japonés que rodea cubos de basura con textos de la Biblia del Rey Jaime. La tarea de James es sacar las cosas que echan dentro de ellos. Con ellas va a hacer su próximo proyecto el artista que al comienzo cambia de nombre cada mes, “pues creía que la identidad era líquida y no debía estar constreñida por algo tan rígido como un nombre”, El problema es que “tras una temporada cambiando de nombre mensualmente, la gente le perdía la pista y el interés por conocerlo o recordarlo”. Así que “eliminó los nombres”, para que la obra hable por sí misma.
El mundo vacío que rodea a James, va desde el compañero de trabajo, que pasa medio día escogiendo tres de doce ensaladas que ofrece un restaurante chic por fax cada mañana, hasta los “tiburones” que merodean el bufete de su padre en Wall Street. Si él vive absorto en su mundo, los adultos en torno suyo, todavía más. Hasta el perro no le hace caso. La abuela es la única que le ofrece calor y seguridad, en este extraño mundo. Ella es mayor y excéntrica, pero le da confianza y amor, mientras le muestra que los adultos no tienen todas las respuestas.
LA CONFUSIÓN DE LA ADOLESCENCIA
En un mundo así, ¿quién quiere ser adulto? Todavía reconocemos mucho del adolescente que fuimos. Seguimos absortos en nosotros mismos y a menudo nos sentimos igual de confusos que entonces. Está claro que hemos perdido la ilusión de la infancia, pero lo de ser mayor parece demasiado aburrido. Eternamente adolescentes, seguimos traspasando los límites, mientras intentamos mantener una doble vida que cumpla con las expectativas de un mundo que en el fondo nos resulta ajeno.
James se parece a Charlie, el sensible adolescente de finales de los ochenta en “Las ventajas de ser un marginado (“invisible” en Latinoamérica)” –el emocionante libro que hizo Chbosky en forma de cartas en 1999–, que vive una sexualidad confusa, pero está hambriento de amor y cariño. Recuerda también al estudiante que vuelve a casa en
La tormenta de hielo (1994) de Rick Moody, la dolorosa crónica del amargo fruto de la exploración sexual de los años setenta en una familia –llevada poderosamente al cine por Ang Lee con Tobey Maguire–.
Cameron se hizo conocido a mediados de los ochenta, por las historias que publicaba en la revista
New Yorker. Es un escritor bastante popular en Estados Unidos, aunque es un italiano el que acaba de hacer una película sobre su novela. No parece una adaptación tan personal como que hizo Chbosky de su propio libro –cuyo film es realmente conmovedor–, pero te retrae a una época que algunos hemos conocido muy bien, donde la música ocupa un papel más importante que en la obra de Cameron –él está más centrado en la literatura–. Si el grupo preferido de Chbosky son los Smiths de “Asleep”, los autores favoritos de James son escritores tan poco leídos hoy como Anthony Trollope y Denton Welch.
“LOS LLAMADOS SANTOS”
James es un adolescente solitario, pero no hay nada que odie más que la gente que, cuando ve a alguien solo, reacciona como si eso fuera un problema para ellos. Cuando una chica se acerca a él en el viaje a Washington, para hacerle un favor, le provoca un rechazo tal que acaba desapareciendo. “Los santos como la Madre Teresa, me fastidian”. Para él, son gente tan ambiciosa como su padre. “La Madre Teresa quería ser la mejor santa, así que hizo las cosas más repugnantes que podía hacer”. Reconoce que se puede ayudar así a la gente y aliviar su sufrimiento, pero en el fondo, “los llamados santos son tan egoístas y ambiciosos como cualquiera”. No es extraño que deteste la política y la religión.
James se considera ateo. Lo que le parece trágico. Aunque no duda que la religión está lejos de ser “una fuerza beneficiosa capaz de lograr que la gente sea moral, caritativa y amable”. Como bien observa, “la mayor parte de los conflictos del mundo, pasados y presentes, se deben a la intolerancia religiosa”. Su madre “no es una persona religiosa”. Por eso, cuando usa ese lenguaje, le resulta inquietante. La abuela, que tanta influencia tiene en James, fue a un colegio de monjas. Así que ahora es “una descreída total”. ¡Qué lógica, la de la educación religiosa!
Un día se sube al tren y una señora está leyendo la Biblia: “Pese a que soy antisocial, cuando entro en contacto con un desconocido, aunque no sea más que intercambiar una sonrisa o estrecharle la mano, lo cual puede que no sea realmente entrar en contacto, aunque sí lo es para mí, tengo la sensación de que no podemos seguir cada uno por su lado como si nada hubiera ocurrido… Es como si su vida fuera una pirámide, un iceberg, y yo solo viese la punta, la minúscula punta, pero el resto se extendiera por debajo, más y más, toda su vida debajo de él, dentro de él, todo lo que le había sucedido, todo acumulándose para converger en el momento, en el instante en que me sonrió.”
James pensó en la señora que se había sentado junto a él en el tren y leía la Biblia: “¿Dónde estaba ahora? ¿En su casa? Sé que no debía haber bajado del tren en Woodlawn y seguirla hasta su casa, pero ¿y si lo hubiera hecho?, ¿y si estuviera destinada a ser o hubiera podido ser alguien importante en mi vida? Creo que eso es lo que me asusta: el carácter azaroso de todo. Que las personas que podrían ser importantes para ti pasen por tu lado y desaparezcan. O que pases por su lado y las dejes atrás. ¿Cómo podrías saberlo?”
HUÉRFANOS DE LA TORMENTA
El desarmante relato de este adolescente me ha conmovido profundamente. La emotiva historia de este chico desorientado, inteligente e irónico, un verano en Nueva York, no sólo me ha recordado al maravilloso “El guardián entre el centeno” de Salinger, sino que me ha hecho pensar en la confusión de la adolescencia y la soledad de los hijos del divorcio. La mirada sarcástica de Peter Cameron a esta familia desestructurada, nos muestra la perplejidad de una juventud que camina a la deriva. Son los “huérfanos de la tormenta” –como los llama Carlos Losilla–. Una generación sin rumbo, que anhela en su orfandad el hogar que nunca ha conocido.
El hogar es el lugar al que pertenecemos. Generalmente, no echamos de menos un sitio, sino una persona. Es por eso que cuando volvemos a un lugar que añoramos, nada es como lo recordamos. Todo es extraño. Porque no hay lugares especiales, sino personas especiales. Hay pocas experiencias en la vida tan angustiosas como perder a alguien que queremos. La devastación emocional que produce en el corazón humano, es casi insoportable. El amor tiene tanto poder para enriquecer nuestra vida, como para amargarla cuando nos falta.
En el
Evangelio según Juan, Jesús habla de un hogar, donde nos espera un amor que no podemos encontrar en esta vida. El se marcha y sus amigos no entienden a dónde va (13:36). Se sienten llenos de temor e inquietud. James no puede ni imaginar lo que sería la vida sin su abuela. Ella no le puede dejar su casa por herencia, pero sí las cosas que hay en ella, a las que ahora se aferra. Las últimas palabras del libro no pueden ser más elocuentes: “Solo tengo dieciocho años, ¿cómo voy a saber lo que querré más adelante?, ¿cómo voy a saber qué cosas necesitaré?”
Lo primero que produce el dolor es la no aceptación. No puede ser verdad. Tiene que haber algo que pueda hacer. Así reacciona Pedro a las palabras de Jesús (v. 37). Su petulancia recuerda la impaciencia adolescente. En su desesperación, quisiera invertir los papeles y perder la vida en su ilusión de grandeza. Tiene el orgullo ciego del que no quiere depender de la misericordia de otro. Su valor se convertirá en vergüenza (v. 38), pero Jesús no nos ama por nuestra lealtad a Él, sino que está dispuesto a morir por nosotros, cuando aún somos débiles (
Romanos 5:6).
Hay Alguien que conoce todos los mecanismos de defensa con los que intentamos esconder nuestra vulnerabilidad. Nos conoce mejor que nos conocemos a nosotros mismos (
Salmo 139). El fanatismo de “los llamados santos”, siempre dispuesto a grandes sacrificios, no evidencia más que la neurosis de nuestra inseguridad espiritual. Lo que Jesús nos pide es que confiemos en Él (
Juan 14:1). El cristianismo no se basa en la confianza en lo que podamos hacer por Dios, sino en lo que Él ha hecho por nosotros.
Jesús nos ofrece un hogar, en el que hay sitio de sobra (
Jn. 14:2). La vida no es un examen de entrada, para conseguir vivienda allí. El Cielo es la Casa del Padre. Es nuestro hogar, el lugar al que pertenecemos, cuando confiamos en Jesús. Su partida no será para siempre. Algunos, como Pedro, le seguirán por el corredor de la muerte, pero Él estará al otro lado. Otros estarán todavía vivos cuando Jesús vuelva, pero ¡da igual! No hay que morir por Él, para estar con Él. Sólo confiar que Él nos ha preparado un lugar en el corazón del Padre, donde ya no habrá amargura, decepción, fracaso o tristeza. Y su amor no tendrá fin.
Si quieres comentar o