ANA… No tenía ningún significado como persona. De acuerdo a la cultura y a la religión de su tiempo, debería pasar el resto de su existencia sola, o como mucho, disfrutando de la conmiseración de los que tenía a su lado. Para muchos era considerada inútil como persona.
Así de injusta es la vida. Esas eran las reglas del juego. Aunque lo peor no eran las burlas, la soledad o el desprecio. Lo peor eran las palabras hirientes de quienes estaban junto a ella. Dios mismo había cerrado su matriz (I Samuel 1:6) y eso parecía haber concedido el derecho a algunos de humillarla o abandonarla.
Ana vivía “llena” de vacíos. Comprendía lo que significaba dejar pasar las horas en la lenta agonía de la soledad y la tristeza. Jamás pudo escuchar un solo llanto. No hubo una noche en la que algún niño la necesitase. Algún niño SUYO.
Nunca obtuvo el secreto placer de disfrutar de los gritos y la alegría de una sonora pelea infantil. Su vida sólo estaba llena de silencio y rutina mortal.
Dios había cerrado su matriz, y algunos podían llegar a pensar que también había cerrado su alma.
Ana había escuchado desde niña que Dios amaba a las mujeres que tenían hijos. El Sumo Sacerdote había dicho muchas veces que una mujer que no daba a luz, no servía para casi nada...
Algunos incluso le decían cosas peores: “¿Cuál es tu pecado?” “Si Dios no te da hijos, ¡por algo será!” “Tu marido ya tiene hijos de otra mujer, ¿Por qué no desapareces de una vez?”
Tenía todo el día para meditar y examinar su conciencia. Sin nada más en qué ocuparse, cada instante de su existencia era un campo fértil a la amargura y el odio: hacia Dios, hacia su marido, hacia los demás, hacia si misma.
Conocía muchas historias, algunas mujeres en su situación lo habían abandonado todo y se habían ido al desierto a llorar sus penas. Otras incluso se habían quitado la vida.
Pero Ana no lo hizo. No tenía necesidad. Ningún desierto podía ser más árido que su futuro.
Además, su marido (a pesar de que la quería) había sucumbido a la tentación de buscar una rival que pudiese darle hijos. ¡Y su rival también la despreciaba! Día tras día las lágrimas eran sus únicas compañeras.
Las lágrimas y el hambre, porque la tristeza le había robado todos los pequeños placeres. Y día tras día, su rival se acercaba a ella para herir su alma. Lo hacía llevando siempre con ella sus hijos e hijas, frutos de su amor con Elcana, su marido (I Samuel. 1:5-7).
Podía haber renunciado a todo, haberse desesperado. Tenía todo el derecho a caer en la tristeza, el desánimo y el desaliento. Nada tenía sentido en su vida.
¡PERO Ana respondía ADORANDO a Dios! Oraba, y derramaba su alma delante de El a pesar de que tenía toda la razón del mundo para llenar su alma de amargura. ¡Había encontrado su significado como persona, sentada en la presencia de Dios, cara a cara con El, conociéndole y amándole; intentando comprender las razones de su manera de actuar, buscando en el fondo del corazón de Dios la razón de su propia vida¡
¡Cara a cara con el mismo Dios que le había cerrado la matriz! (I Samuel. 1: 10-13) Cada día se levantaba temprano para adorar a Dios (v. 19). Cada día era nuevo para ella porque su corazón ardía delante de Dios. Aunque pasaran las semanas, los meses, los años... sin que aparentemente nada ocurriera.
UNA HUMILDE MUJER CAMBIÓ LA HISTORIA DEL MUNDO
La historia del mayor avivamiento en la historia de Israel no comenzó con la familia del Sumo Sacerdote. Tampoco lo hicieron las del reino, los profetas e incluso más tarde, la historia del evangelio mismo. La majestad del reino de Israel en los años siguientes estuvo lejos de descansar en la vida de alguno de los dirigentes religiosos; mucho menos con la consagración de algún líder político o social.
La historia comenzó con una mujer de una familia muy humilde.
¡UNA MUJER!
La oración de esta mujer cambió al pueblo de Dios (v. 10), porque Ana, en su sencillez había aprendido el secreto de la relación con el Todopoderoso: “He derramado mi alma delante del Señor” (v. 15)
Su situación era desesperada. Su frustración inmensa. Su vida estaba llena de tristeza, ¡Tanta, que su corazón parecía romperse por momentos! (v. 7) Pero jamás lo hizo, porque vivía muy cerca de Dios. Todo lo que quería era glorificarle. ¡Y si tenía un hijo, sería para El! (v. 11). Cuando Dios le concedió su deseo, Ana trajo a Samuel al templo, y lo dejó allí, en el servicio a Dios. A pesar de que en la cultura de su tiempo una mujer no tenía sentido en su vida si no era madre, a ella no le importó seguir sola el resto de su vida.
Su valor como persona descansaba en vivir al lado de su Creador. Derramando su corazón delante de Él. Adorando.
Ana disfrutaba en la presencia de Dios, ¡Aunque Dios había cerrado su matriz!. Y eso sí que no lo podía comprender nadie, ni siquiera el mismo Sumo Sacerdote (Elí), que la acusó de estar borracha, porque no podía entender que una mujer humilde y sin ningún sentido en la vida, ¡Pudiese estar más cerca de Dios que El! ¡El, que era el representante de Dios entre el pueblo!
La veía adorar y se burlaba. Veía como oraba al Padre y creía que estaba borracha.
¿Cuál será la razón de que hoy mismo, siga ocurriendo algo parecido? ¿Por qué la presencia de Dios, a veces, es menos real para algunos líderes religiosos que para algunas sencillas personas en el pueblo? Y más aún, ¿Por qué a los que están más cerca de Dios, a los que realmente arden en Su presencia, los que viven enamorados de El, se les ve casi como borrachos?
El pueblo había perdido la sensación de la maravilla de Dios en sus vidas, y la habían cambiado por el servicio frío y mecánico de los sacerdotes. No es extraño que el avivamiento no comenzase en la familia de Elí, ni en ningún intérprete de la Ley, ni en ningún maestro, enseñador, o sabio religioso, ni siquiera en un Juez.
Todo comenzó con una mujer humilde que disfrutaba adorando a Dios, a pesar de que su vida estaba llena de tristeza.
Dios respondió a Ana. ¡Su corazón era tan diferente del de los demás! Dios había estado muchas veces a solas con esa mujer, consolándola y poniendo su mano sobre ella. Dios había llenado casi todos los vacíos que la vida dejó en su corazón, aunque pasaban los años y Dios parecía ausente cada vez que le pedía un hijo.
¿No es la misma situación que sufren miles de personas hoy? Gente que ama profundamente a Dios, y están dispuestos a hacer cualquier cosa para obedecerle y seguirle, pero parecen recibir sólo amarguras y quejas de todos (cuando no insultos), mientras el tiempo pasa y las circunstancias no cambian.
Ana siguió adorando a Dios, y a su tiempo, Dios respondió. ¡Abrió su matriz!
Dios siempre llega a tiempo. Y el hijo de Ana fue un verdadero ejemplo de consagración, obediencia y servicio al Eterno, DELANTE DE TODOS . . . y Ana volvió a derramar su alma delante de Dios.
"Entonces Ana oró y dijo: Mi corazón se regocija en el Señor, mi fortaleza en el Señor se exalta; mi boca sin temor habla contra mis enemigos, por cuanto me regocijo en tu salvación.
No hay santo como el Señor; en verdad, no hay otro fuera de ti, ni hay roca como nuestro Dios.
No os jactéis más con tanto orgullo, no salga la arrogancia de vuestra boca;
porque el Señor es Dios de sabiduría, y por El son pesadas las acciones.
Quebrados son los arcos de los fuertes, pero los débiles se ciñen de poder.
Los que estaban saciados se alquilan por pan, y dejan de tener hambre los que estaban hambrientos. Aun la estéril da a luz a siete, mas la que tiene muchos hijos languidece.
El Señor da muerte y da vida; hace bajar al Seol y hace subir.
El Señor empobrece y enriquece; humilla y también exalta.
Levanta del polvo al pobre, del muladar levanta al necesitado para hacerlos sentar con los príncipes, y heredar un sitio de honor; pues las columnas de la tierra son del Señor,
y sobre ellas ha colocado el mundo.
El guarda los pies de sus santos, mas los malvados son acallados en tinieblas,
pues no por la fuerza ha de prevalecer el hombre.
Los que contienden con el Señor serán quebrantados, El tronará desde los cielos contra ellos.
El Señor juzgará los confines de la tierra, a su rey dará fortaleza, y ensalzará el poder de su Ungido.” I Samuel 2:1-10
De la misma manera que mucha gente sencilla y humilde, Ana conocía profundamente a Dios. ¡No podía ser de otra manera! ¡Había pasado toda su vida en la presencia de Dios adorándole cara a cara!
Durante muchos años, el único objetivo en la vida de Ana era postrarse delante de su Creador, intentando comprender la manera de actuar del Todopoderoso, estudiando su personalidad y disfrutando de El, cara a cara.
Esa es la explicación por la que ella puede decir y expresar tanto del carácter del Señor: Tanto que, a lo largo de toda la historia, su canción es tenida como una de las más completas descripciones teológicas de Dios de toda la Biblia
¡El mismo Dios que vivía tan dentro de su corazón estaba tan LEJANO para los sacerdotes!
Esa es la razón por la que la lección más importante de la adoración, Dios la puso en el corazón y los labios de esta mujer... "Dios levanta del polvo al pobre del muladar levanta al necesitado, para hacerlo sentar con los príncipes, y heredar un sitio de honor." I Samuel. 2:8
Ana no sólo disfrutaba de Dios, sino que había aprendido a estar sentada en Su misma presencia. Su conocimiento de Dios era real, no una teoría. Ana había sentido en su mismo ser que Dios le había dado un lugar de honor delante de El.
¿Cómo llegó Ana a conocer esto? No pudo ir a ningún lugar donde se explicase la ley. Ana era una mujer, nadie habría "perdido" el tiempo con ella hablándole de estas cosas.
Ella conocía al Creador porque CADA DIA estaba en Su presencia escuchando a su Señor, adorándole y abriendo su corazón a El.
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