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4º Centenario
 

Amor a la humanidad

Razón sobrada asiste a Don Quijote cuando dice que aunque los atributos de Dios son todos iguales, más resplandece y campea el de la misericordia que el de la justicia.

ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 27 DE JULIO DE 2016 07:06 h

En síntesis, la Biblia no es otra cosa que la revelación del amor que Dios siente hacia la humanidad pecadora, a pesar de serlo. Toda la historia de la Biblia gira alrededor de esta verdad, que la experiencia de los siglos ha confirmado. El versículo clave de las Escrituras, llamado la Biblia en miniatura, expone con diáfana claridad la grandeza del amor divino y las pruebas que atestiguan la realidad de ese amor: la entrega de Jesucristo como víctima expiatoria por nuestros pecados. Desde la primera a la última página de las Escrituras, un hilo de sangre corre a través de toda la Biblia hablándonos de la redención que Cristo ha obrado a nuestro favor, merced al amor infinito de un Dios que también lo es. “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (San Juan 3-16).



Razón sobrada asiste a Don Quijote cuando dice que aunque los atributos de Dios son todos iguales, más resplandece y campea el de la misericordia que el de la justicia. Cuando más sumidos estábamos en el pecado, cuando nuestra rebeldía hacia las cosas divinas se había acentuado más, cuando Dios era sólo un nombre muerto en los labios sin vida de la muerta humanidad, no fue la justicia de Dios - que indudablemente merecíamos - la que se manifestó, sino la misericordia.  En lugar de darnos el castigo que nuestros hechos merecían, Dios nos dio una prueba contundente y definitiva de su amor, enviando a su Hijo a morir por nuestros pecados. “La caridad-amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él.” Y hemos de tener en cuenta que la iniciativa partió de Él, de Dios. Él fue el primero en amarnos. Nos amó cuando en nuestros corazones no había más que indiferencia, rebeldía y hasta odio hacia su persona. Con razón dice de nuevo San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo, víctima expiatoria de nuestros pecados” (1ª de San Juan 4:9-10).



Mientras la Biblia exista, la humanidad no podrá considerarse huérfana de amor. Los hombres se podrán engañar unos a otros y unos a otros se podrán quitar la vida; las ingratitudes y las maquinaciones humanas podrán conducirnos a la desesperación; perderemos la confianza en nuestros amigos íntimos y en nuestros familiares; deambularemos de un lugar para otro hastiados de todo, de todo cansados, como el fantástico Gog, creado por la no menos fantástica imaginación de Papini; llegaremos a asquearnos de la sociedad y de nosotros mismos; pero siempre, en todo momento, sea cual fuere nuestro estado de ánimo o nuestra posición social, la Biblia tendrá para nosotros el mismo mensaje de amor que nos hará reaccionar, restando fealdad a la vida y a las cosas y presentándonos las bellezas que no supimos admirar en ellas. Llenará nuestro corazón de amor y, bajo este nuevo prisma, todo se nos antojará diferente.



Sí, la Biblia es el libro más grande que el mundo ha conocido, porque nos revela el más grande de los amores al que podemos aspirar: el amor de Dios, manifestado en la persona de su Hijo Jesucristo, Señor y Salvador de nuestras almas, Redentor de nuestras vidas y Consolador de todas nuestras miserias.



¿Y qué decir aquí del Quijote? ¿Cómo compararlo a la Biblia en este aspecto? Si la Biblia es la revelación del amor de Dios a la humanidad caída, el Quijote es la revelación del amor que un hombre maltratado sintió por sus semejantes. En un sentido, el amor de Cervantes por sus iguales es una consecuencia del amor de Dios. En las páginas de la Biblia aprendió Cervantes a amar a Dios y aprendió también a orientar su amor hacia abajo, hacia la tierra, hacia los hombres, tal como aconseja el libro sagrado.



Y el gran mandamiento bíblico, que nos ordena amar a nuestros semejantes después de hacerlo a Dios, lo cumplió el caballero alcalaíno y dejó testimonio de este cumplimiento en las páginas de su novela, donde revela el gran amor que sentía hacia ricos y pobres, grandes y chicos, sabios e ignorantes. El suyo fue un amor humano, imperfecto, sujeto a las limitaciones naturales, pero amor al fin, amor de hombre.



La vida de Cervantes fue una entrega continua en favor del necesitado y un continuo sacrificio en beneficio de corazones desagradecidos. El amor está viviente en su pecho de héroe, y “a despecho de la trabajosa vida que le atormentaba”, siempre se hallaba impulsado por el mismo pensamiento: hacer bien aunque le pagasen mal; ver la forma de aliviar las miserias ajenas aunque fuese a costa de las propias. Abrazado a la humanidad, silenciando sus pecados, Cervantes le envía desde el Quijote este mensaje de amor: “¡Hermanos míos, os quiero a pesar de todas vuestras culpas!” Es como la madre que corrige al hijo, a quien ama, y, mientras con una mano levanta los azotes que lo castigan, con la otra seca las lágrimas que le hacen derramar. “Don Quijote -ha dicho Ramiro de Maeztu- es el prototipo del amor, en su expresión más elevada de amor cósmico, para todas las edades”. (1)



El de Cervantes no es el amor de un Dios que se entrega en holocausto para redimir a la humanidad culpable, ni el Quijote es el testimonio histórico y científico que nos confirma la existencia de ese amor, tal cual ocurre con la Santa Biblia. En cambio, sí podemos asegurar que Cervantes, con su vida limpia, con su comportamiento generoso, con su paciente resignación, nos dio a todos una magistral lección de amor, de amor fraterno. Nos amó hasta donde puede amar un hombre. Supo penetrar en las flaquezas de nuestra carne y remover nuestros dormidos sentimientos, mostrándonos cuánto nos amaba y diciéndonos cuánto hemos de amar.



Cerrando el último capítulo de su libro sobre la filosofía del Quijote, Agustín Basave comenta: “Don Quijote amó sin transigir. Amó desinteresadamente la justicia, sin motivos espúreos, sin segundas intenciones. La lucha contra la adversidad, parece enseñarnos Cervantes con su Quijote, no es una simple tragedia, sino un privilegio del hombre. Y esta locura esplendente -incurable en los verdaderos héroes-, no es infecunda. No es infecunda porque ellos, o sus continuadores, insertan sobre la vida material el orden ideal”. (2)



Otros puntos de comparación podríamos establecer entre la Biblia y el Quijote, pero bastan los reseñados. Cada uno de ellos, desde sus respectivas esferas, a lo divino el uno y el otro a lo humano, siguen triunfantes su marcha por los caminos polvorientos de los siglos, proyectando su luz sobre la conciencia dormida del hombre. La Biblia, golpeando nuestros corazones con el martillo de Dios, tratando de despertar nuestra conciencia cauterizada a las verdades del más allá, gloriosas e imperecederas; el Quijote, mostrándonos el ejemplo a seguir en esta tierra de contradicciones, donde tantos odios, intrigas y envidias nos acechan. Su lectura debe dejar en nosotros la firme determinación de vivir por encima de todas las pequeñeces y miserias humanas. Y si en nuestros corazones nace el deseo de aventuras, vayamos, sí, a buscar el sepulcro de Don Quijote. Vayamos a “rescatarlo de bachilleres, curas, barberos, canónigos y duques”; pero antes tratemos de librar “el sepulcro de Dios y rescatarlo de creyentes e incrédulos, de ateos y deístas, que lo ocupan, y esperan allí dando voces de suprema desesperación, derritiendo el corazón en lágrimas, a que Dios resucite y nos salve de la nada”. (3)



Cierro estos trabajos con las palabras del eclesiástico anónimo a quien me referí semanas pasadas quien, con el pseudónimo de Plutarco, publicó el artículo ya mencionado sobre la Biblia y el Quijote. “Leamos el Quijote -dice-, que es el libro español por excelencia, y leamos aún más todavía la Biblia, que es el libro de Dios, libro prodigioso que cuando los cielos se replieguen sobre sí mismos, como dijo Donoso Cortés, y la tierra padezca desmayos y el sol recoja su lumbre y se apaguen las estrellas, permanecerá él sólo con Dios, porque es su eterna palabra resonando eternamente en las alturas.”



 



 (1)    Ramiro de Maeztu, “Don Quijote, Don Juan y la Celestina”, página 72.



 (2)    Agustín Basabe, obra citada, página 276.



 (3)    Miguel de Unamuno, “Vida de Don Quijote y Sancho”, página 19.


 

 


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