Aún queda mucho por explorar en el texto sagrado, muchos misterios que desentrañar y muchas bellezas por descubrir. Parecidas características se dan en el Quijote.
La Biblia puede parecernos un libro deliciosamente ameno o extremadamente aburrido. Puede resultarnos un libro abierto, sin ninguna clase de secretos, o podemos juzgarlo impenetrable, de difícil comprensión. Un muchachito puede entender perfectamente el mensaje central de la Biblia y el filósofo más profundo luchará en vano por comprender su contenido. Esta paradoja se da en la Biblia porque no es un libro adaptable a todas las mentalidades.
Ni Voltaire, ni Renán, ni Rousseau, ni otros que profesaron sus mismas ideologías, pudieron jamás comprender en toda su pureza el lenguaje de la Biblia, pese a la sabiduría y erudición que desplegaron. Ello se debe a que el examen de la Biblia ha de hacerse con una mente espiritual. Cuando se trata de profundizar y comentar los pasajes bíblicos, la sabiduría humana resulta una inutilidad. En la Biblia hay “sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria” (1ª Corintios 2:7). Pero el perfume de esta sabiduría solamente puede aspirarse cuando se tiene una mente regenerada y se está en contacto con Dios por la oración. El ateo, el hombre carnal, el que sólo se ocupa de la materia, que San Pablo llama hombre animal, “no percibe las cosas del Espíritu de Dios; son para él locura y no puede entenderlas, porque hay que juzgarlas espiritualmente” (1ª Corintios 2:14).
El creyente más ignorante, pero que haya sentido en su alma la regeneración espiritual, esa transformación de los sentimientos y de la voluntad que en la Biblia se define como el nuevo nacimiento, está espiritualmente capacitado para comprender el mensaje esencial; mientras que los sabios según el mundo, en cuyo corazón no se haya producido la regeneración espiritual, fracasarán totalmente en la lectura de la Biblia y en su intento de explicarla. Y esto es así porque “eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; y lo plebeyo, el desecho del mundo, lo que no es nada, lo eligió Dios para destruir lo que es, para que nadie pueda gloriarse ante Dios” (1ª Corintios 1:27-29).
En la Biblia hay muchas, muchísimas cosas que podemos comprender perfectamente si gozamos de la suficiente salud espiritual. Todo lo que concierne a nuestra salvación y a las grandes y fundamentales doctrinas del cristianismo está claro en la Biblia. Pero hay otras cosas que nunca la mente del hombre podrá entender, por mucho que se esfuerce y por muy grande que sea la fiebre de interpretación que invada su cerebro.
Es muy importante y se ha de tener siempre en cuenta el principio del Deuteronomio acerca de las cosas reveladas y las ocultas de la Biblia. Así se lee que “Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre, para que cumplamos todas las palabras de esta ley” (Deuteronomio 29:29).
Dios ha puesto límite a nuestro grado de conocimiento y es una insensatez el querer ir más allá de ese límite con especulaciones e interpretaciones aventuradas unas veces, descabelladas otras, casi siempre sacrílegas. Como le ocurría a San Pedro, hay cosas que ahora no podemos entender, pero que entenderemos después, al final de nuestro viaje, cuando arribemos a las playas del espíritu, a la final morada de Dios. “Ahora vemos por un espejo y oscuramente, entonces veremos cara a cara” (1ª Corintios 13:12).
Parodiando la hipérbole evangélica, podemos decir que si juntáramos cuantos comentarios de todo género se han escrito sobre la Biblia a través de los siglos, no cabrían en el mundo tantos libros. Pero aún queda mucho por explorar en el texto sagrado, muchos misterios que desentrañar y muchas bellezas por descubrir. Cuanto más alto sea nuestro nivel espiritual, tanto más profundamente penetraremos y comprenderemos las páginas de la Biblia. La oración, la devoción y el acercamiento continuo a Dios nos permitirán deshojar los pétalos olorosos del rosal bíblico, ya que la palabra de Dios, según frase de Víctor Hugo, es como una flor olorosa, que cuanto más se frota más perfume desprende.
Parecidas características se dan en el Quijote. Se han escrito multitud de comentarios e introducciones para guiar al lector por las páginas del libro genial, pero con todo eso el Quijote continúa siendo un libro cerrado para determinadas mentalidades. Escritores de todas las épocas, desde la aparición del Quijote, han incurrido en graves errores de interpretación y han emitido juicios desgraciadísimos porque se han puesto a hacer de críticos sin estar compenetrados del espíritu del libro. Víctor Hugo decía que el secreto de este libro es preciso abrirlo con una llave que se pierde con frecuencia.
Lectores que no ven más allá de sí mismos, cultos e ignorantes, españoles y extranjeros, han abandonado la primera lectura del Quijote con una sensación de fastidio y de cansancio, burlados y corridos con las burlescas historias cervantinas. Fiando nada más que en la literalidad del texto, han creído absurdas las pendencias de Don Quijote, se han escandalizado con las salidas de tono de Sancho y han considerado aburridas y cansinas las narraciones del historiador. No han sabido penetrar en el interior de Cervantes con esa delicada intuición con que Cervantes supo penetrar en el corazón del hombre. No han comprendido las risas ni las lágrimas de Cervantes, y, al ignorar al genio creador, la grandeza de la fábula no los ha conmovido en absoluto. Dar el Quijote a estas mentalidades es como echar perlas a los puercos, según el aforismo evangélico.
El Quijote ha sufrido, como muy pocos libros, los análisis más severos y ha sido objeto de enconadas disputas. Los atormentados comentadores del Quijote, como los llama Unamuno, se han dedicado a desmenuzar ávidamente el texto cervantino y a emitir juicio sobre ésta o aquella frase, hallando aquí una contradicción, señalando allá un sentido oculto, viendo en la genial obra de Cervantes lo que el propio autor ignoraba. Pero este delirio de interpretaciones y cábalas en torno a un libro que, por otro lado, como la Biblia, es sencillo y ameno, no hace más que poner de manifiesto la gran verdad que han venido señalando buenos y autorizados cervantistas. Se requiere un espíritu sensible para penetrar en esta obra de tan alto valor humano y se necesita también comprender la mente de quien le dio la vida. Y aun así, siempre existirán en el libro inmortal pasajes enigmáticos cuya comprensión no será posible hasta que nos hallemos frente a Cervantes en ese lugar de descanso eterno donde creemos que reposa feliz el que vivió infeliz entre nosotros.
Según Bonilla y San Martín, (1) fue José Cadahalso el primero en llamar la atención acerca del sentido oculto del Quijote. En sus Cartas marruecas este escritor dice: “En esta nación (España) hay un libro muy aplaudido por todas las demás. Le he leído y me ha gustado, sin duda; pero no dexa de mortificarme la sospecha de que el sentido literal es uno y el verdadero es otro muy diferente. Ninguna obra necesita más que ésta del Diccionario de Nuño. Lo que se lee es una serie de extravagancias de un loco, que cree que hay gigantes, encantadores, etc.; algunas sentencias en boca de un necio y muchas escenas de la vida bien criticadas; pero lo que hay debaxo de esta apariencia es, en mi concepto, un conjunto de materias profundas e importantes.”
Estas materias profundas e importantes van desentrañándose con el correr de los años. Estudiosos y sinceros admiradores de Cervantes emplean horas y horas de trabajo para ir descifrando aquellas partes del texto cervantino que aún no están muy claras. Estos son los hombres espirituales de la Biblia. Este trabajo paciente y laborioso no es en vano. Como dijera Bartolomé José Gallardo, “el Quijote es una mina inagotable de discreciones y de ingenio, y esta mina, aunque tan beneficiada en el presente y en el pasado siglo, admite todavía grande laboreo.
¡Es mucho libro éste! Comúnmente se le tiene por un libro de mero entretenimiento, y no es sino un libro de profunda filosofía”. (2)
(1) “De Crítica Cervantina”, página 23.
(2) Mencionado por Astrana Marín, obra citada, página 69.
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