Silencios que hablan

Parece sencillo guardar silencio, sin embargo, es una acción difícil de realizar. Acallar una opinión, un desacertado comentario que en vez de enriquecer creará rencillas, es una ardua labor a realizar. Encontramos en la omisión un ejercicio de costoso esfuerzo.

Ser prudente al hablar es una cualidad positiva. Silenciar aquello que arde en nuestro interior y que con profuso afán apremia por escapar de los labios en forma de reprobación, murmuración, descrédito… debiera ser una premisa en nuestras vidas.

En el pasaje de Lucas 2:19, expresa el talante de María ante toda la amalgama de acontecimientos que se desarrollaban a su alrededor, y dice textualmente:

“Pero María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.”

Ella, con delicada prudencia guardaba silencio y en la quietud de su alma reflexionaba sobre todo cuanto estaba sucediendo.

Qué bueno imitar esta sabia actitud. Buscar calladamente la respuesta más correcta y lanzarla al exterior cuando esté carente de toda brizna de altanería y necedad.

El silencio nos aporta la claridad que necesitamos para poder ver las situaciones de forma distinta, nos ayuda a sopesar los momentos adversos por las cuales pasamos y a evaluarlos con más precisión.

Cuando ese silencio que comenzamos a procesar proviene de Dios, nos entristece profundamente, hace que nos sintamos desvalidos, casi huérfanos. No llegamos a entender que Dios, ese amigo fiel, pueda permanecer ajeno a nuestro dolor. Buscamos desatinados sus palabras, sus consejos y cuando tras nuestro afanado intento no logramos oír su voz, bajamos la mirada y cabizbajos pronunciamos tristes frases de descontento y ofuscación.

SELAH.

¡Detengámonos! Hagamos una pausa y oigamos el sonido del silencio.

La callada melodía nos marcará cuando debemos comenzar a cantar, mientras tanto, silenciemos nuestros labios y con reverencia esperemos a que Dios hable. Su aparente silencio no ha de producir en nosotros desazón, ese cese de palabras nos ha de hace ver que su respuesta no siempre es inmediata, que no tiene porqué venir envuelta en estruendo. Dios también habla mediante el silbo apacible, un delicioso roce de aire en nuestros oídos que nos hace recordar que no estamos solos, que Él sigue a nuestro lado, hablándonos de formas que a veces no logramos entender.