Danza de espigas

Despiertas danzan las espigas al son que la brisa les traza. Se inclinan. Se levantan. Las observo y siento que alaban al Señor en silencio, llevadas por el Espíritu unificador que las trata con respeto. Se mueven al mismo son. Ninguna se resiste al empuje de las notas musicales que se les instalan dentro. El Señor es el director, el que indica hacia donde impulsarse. La danza es irresistible. Las restaura, no las daña, no las quiebra, no las rompe ni las despoja de sus semillas.

La brisa no les pide nada salvo que se dejen llevar por el dulce amor de su fuerza. Yo estoy ahí, soy una con ellas. Me estremezco. Formo parte de ese campo donde ha sido plantada la ancestral semilla que ha germinado gracias a una fertilidad misteriosa. Todas me acompañan y yo las acompaño. Desde las alturas puede verse la figura que al unísono dibujamos. Es hermosa. Cualquier cosa que hace el Creador es admirable.

Cierro los ojos para dejarme llevar por este derroche de intimidad que se produce. Mientras danzo improviso la letra de adoración a la que me veo solicitada. Cierro los ojos para concentrarme en ella y las palabras fluyen desde cualquier parte de mi cuerpo con sencillez.

Entre nosotras germinan flores silvestres de diferentes colores. Algunas se enredan a los frágiles tallos como si nos abrazasen con firmeza. Viven confiadas a nuestro refugio. Son hermanas creadas para embellecernos la visión y perfumarnos.

Se va el calor del sol, desaparece el cielo azul y una nube se nos posa. Pronto nos empaparán las gotas que la preñan y sobre estas raíces correrán ríos vivificadores que nos darán motivos para continuar, para seguir alzándonos con la vista puesta siempre en agradar a Dios.

Se va el día y la luna no aparece a causa de la lluvia. Arrecia. La danza se muda en tiriteo. No obstante, el movimiento continúa, siempre continúa y algo quedará de nosotras, las que descalzas sobre la tierra labrada parimos nuestras semillas.