Vivimos en un mundo que no cree en milagros. Hemos puesto a Dios fuera de los límites del universo y entronizado a la razón en su lugar. Por lo que sin lo sobrenatural, el cristianismo no tiene sentido. Es sólo otra filosofía de vida.
Muchos olvidan que hasta en la cruz, cuatro milagros nos muestran quién es el Crucificado. El personaje de “Barrabás” está intrigado por la primera de estas señales, en la interesante novela del Premio Nobel de Literatura sueco de 1951, Pär Lagerkvist –
que Richard Fleischer llevó al cine en 1961 con Anthony Quinn–
.
Para aquellos que no somos muy aficionados al cine bíblico –poco fiel a la Escritura y no muy buen cine, en general–,
el atractivo de Barrabás es que empieza donde las películas sobre Jesús acaban: con su muerte y su resurrección. Se parece más, de hecho, a una de romanos –lo que ahora llamaríamos un
péplum–.
Es una película oscura, violenta y algo deprimente, que no se parece al cine religioso al que Hollywood nos tiene acostumbrados. Lo que me llevó a leer el libro de este escritor luterano, esta Semana Santa.
La novela apareció en Buenos Aires, publicada por Emecé en los años cincuenta. A raíz de la película, se edita en Barcelona en los sesenta. Yo la conocí en una edición de bolsillo que publicó Alianza Editorial en los setenta, pero no la he leído hasta ahora, que la acaba de reeditar Ediciones Encuentro. Es en realidad un relato breve de poco más de cien páginas. Narra el periplo existencial del bandido indultado por Pilato, que nos lleva de Palestina a la Roma imperial con una prosa fluida y ligera, llena de diálogos y ágiles escenas.
El libro fue considerado una obra maestra, poco después de su publicación, por alguien tan poco sospechoso de clericalismo como el Nobel André Gide. Su acercamiento al Evangelio es típicamente protestante, como demuestra la imagen de María junto a la cruz, como “una campesina ruda y tosca, incapaz de expresar dolor”, al “reprocharle haberse prestado para hacerse crucificar” –puesto que “no podía aprobar su conducta”, según
Marcos 3:31-35– y la insistencia en la muerte de Jesús, en lugar de Barrabás –el énfasis en la sustitución como base de la justificación–. Aunque el tono es de tal incredulidad, que el final resulta algo ambiguo.
TENEBROSA SOLEDAD
Ese individualismo se ve también en la profunda soledad de Barrabás. Algunos lo ven, por lo tanto, como una desgarradora metáfora de la soledad. Soledad ante la vida, el destino, la trascendencia, los demás y hasta uno mismo. Una soledad absoluta y aterradora, que te sumerge en una creciente angustia, que acaba volviéndose irrespirable ante la crueldad humana y el aparente silencio de Dios.
La novela fue por eso llevada tenebrosamente al cine por ese maestro del claroscuro criminal que es Richard Fleischer. Hijo del creador del popular personaje animado de los años veinte,
Betty Boop, el director de
Barrabás se dedicó a la serie B en los años cuarenta, para la RKO. Su carrera da entonces un giro con su particular versión de la novela de Julio Verne,
20.000 leguas de viaje submarino, para Disney en 1954, que le lleva a hacer
Los vikingos con Kirk Douglas, antes de volver al
thriller.
Barrabás es una película al servicio de Anthony Quinn, una producción italiana de Dino de Laurenttis, que contó con actores como Vittorio Gassman y Silvana Mangano, pero también grandes secundarios como Arthur Kennedy, Ernest Borgnine o Jack Palance. El film tiene escenas espectaculares, como el derrumbamiento de las minas de azufre en Sicilia y las luchas de los gladiadores en Roma, que no están en la novela. Aunque Losilla la considera “una epopeya vista a través de los ojos de una sola persona”, en su estudio sobre
Richard Fleischer, entre el cielo y el infierno, para la Filmoteca de la Generalitat valenciana.
ESA PATENTE OSCURIDAD
Como la novela, la película habla mucho de la oscuridad. Se refiere sobre todo al milagro de la cruz, que se filmó, curiosamente, captando el eclipse total de sol que hubo el 15 de febrero de 1961.
Dice Lucas 23:44 que “el sol se oscureció”, cuando Jesús fue crucificado. Lagerkvist pone a Barrabás como testigo. Es algo asombroso, porque las tinieblas fueron en pleno mediodía (
Marcos 15:33). Originalmente, no fue un eclipse, porque el evangelio dice que duró nada menos que tres horas. Es, además, el tiempo de Pascua –una fiesta que se celebra con luna llena–, por lo que un eclipse por la aparición de la luna de día es totalmente imposible.
Otros han hablado por eso de un viento siroco que nublara el cielo, pero la referencia es a una señal sobrenatural. Jesús lleva ya tres horas colgado de la cruz. El historiador judío Flavio Josefo –que era consejero del emperador romano Tito durante el sitio de Jerusalén–, la describe como “la muerte más horrible”. Es el momento en que Cristo siente la ausencia del Padre y clama: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?” (
Marcos 15:34).
Hay algo estremecedor en la oscuridad. Somos criaturas de la luz. Justo después de formar los cielos y la tierra, el primer acto creativo de Dios –según
Génesis 1:3– fue hacer la luz. Hemos sido hechos para vivir en luz. ¡Quién no ha tenido, de niño, miedo a la oscuridad! La luz nos da seguridad. Aunque la oscuridad de la cruz es mucho más profunda que la ausencia física de luz, Jesús tenía miedo. En Getsemaní, “comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera” (
Mateo 26:36-37). “Estando en agonía, era su sudor como gotas de sangre que caían hasta la tierra” (
Lucas 22:44).
EL TERROR DE LA CRUZ
La oscuridad a mediodía es un símbolo del terror de la cruz. Ante ella, “ofrecía ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte” (Hebreos 5:7). No es algo inesperado e imprevisto, pero pide no pasar por ello. La oscuridad nos habla de las tinieblas que tuvo que atravesar el Salvador, el más negro túnel que podamos imaginar. Y el milagro es que lo hizo por nosotros.
Eso significa que no hay nada en nuestra vida, por terrible que sea, que Cristo no pueda decir: “Yo he pasado por ello”. Ya que “no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (
Hebreos 4:14). “El Hombre era inocente” –dice Barrabás–, sin embargo, lo habían crucificado, en nuestro lugar”.
¿Qué significa eso para nosotros? Que “debemos reconocer que los culpables somos nosotros”, dice Lagerkvist. La oscuridad es por eso también símbolo del rechazo.
Jesús es reconocido culpable por Dios, en lugar nuestro. La cruz es una maldición. La Luz del mundo, está en oscuridad. Aquel que hizo la luz, está en tinieblas. El sol se niega a brillar, como si se avergonzara de Él. La ciudad de Jerusalén lo rechaza y con ella toda la tierra. Como segundo Adán es expulsado, rechazado totalmente y no puede recibir ni el consuelo de un rayo de luz. Dios mismo aparta su mirada de Él.
La oscuridad es símbolo de la ira de Dios. El Juez perfecto no puede dejar de pasar por alto nuestro mal. Dios echa así su ira sobre si mismo, en la persona de su Hijo. La cruz se convierte en el lugar de expiación. Él es la propiciación por nuestros pecados (1
Juan 2:2).
Dios está juzgando la maldad en el Calvario. Es la manifestación de su justicia. Es por nuestro mal, que “el Señor quiso quebrantarlo, sujetándolo a padecimiento” (Isaías 53:10). El madero se convierte así en el altar en que el Padre sacrifica a su propio Hijo, satisfaciendo su justicia y dándonos redención. Su rechazo es para que si Él fue abandonado, nosotros no los seamos nunca más.
EL MILAGRO DEL CALVARIO
Gracias a la cruz, nada nos podrá separar del amor de Dios. Ese es el conflicto al que Barrabás se enfrenta, cuando se resiste una y otra vez a aceptar su Gracia. No puede aceptar deber su vida a otros. Nadie quiere vivir una vida prestada, pero si vivimos es gracias a Cristo Jesús.
Nosotros heredamos la oscuridad del pecado. Estamos destinados a las tinieblas del infierno, pero Cristo ha iluminado nuestros corazones con su Luz.
La novela de Lagerkvist nos demuestra que aunque “naces y mueres solo” –como dice Erich Fromm–, no nos basta “compartir un paréntesis, para olvidar una soledad tan grande”. Si Jesús ha bajado a este mundo para sufrir, sangrar y llorar por ti, ¿piensas que es para dejarte ahora solo? No, el triunfo de la vida por su resurrección nos asegura que Cristo no nos da una vida que no sea eterna. Es “vida en abundancia”, no sólo en duración, sino en compañía. Dios ya nunca nos abandonará.
Su partida de este mundo no es por lo tanto un divorcio. Nos ha enviado a su Espíritu, para que conozcamos la luz en medio de la oscuridad. Es Él quien nos hace creer en lo que estas señales anuncian. Sin su testimonio, estaríamos en las más terribles sombras. Él nos fortalece para que, al llegar la muerte, como a Barrabás, podemos decir en medio de las tinieblas: “A ti encomiendo mi espíritu”. Es así como aquellos primeros cristianos se podían entregar a la muerte con “palabras de consuelo y de esperanza”.
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