Madres de Zebedeos

Madres de Zebedeos, que os alumbráis los sueños con la preparación de la herencia que vais a dejar a vuestros hijos, habéis despertado en vuestras entrañas el deseo de poder que se hallaba adormecido. Pensáis que la fe es un partido político con posibilidades de gobierno al que arrimarse. Imagináis a vuestra prole con el cetro del poder y os veis a vosotras mismas reflejadas en ese bastón de mando. Apaciguad vuestras ansias. Estáis perdiendo el norte.

Madres de Zebedeos que os postráis compungidas ante el Señor en señal de sumisión, aunque lo que en realidad queréis es saltarle por encima. En el fondo de vuestro ser os creéis superiores a aquél ante quien hacéis la pantomima de inclinaros. Abandonad vuestro postureo, pues hasta el más necio de los humanos es capaz de veros el plumero. Queréis fama y poder e instruís a vuestros hijos con ese propósito, degradando los dones de los hijos de otras madres.

Madres de Zebedeos que, convencidas de vuestra poderosa influencia, aceleráis los pasos ante la agonía de perderos un buen bocado. Incapaces de mirar al cielo no veis más allá del pequeño trozo de tierra que pisan vuestros pies. Egoístas materiales, si los vuestros se codean con el rey, vosotras también disfrutaréis de bienestares. El ego, de tan profuso, os explotará en la cabeza, os corromperá el cerebro. Deteneos ante vuestros deseos.

Madres de Zebedeos, ilusionadas con poseer la fuerza de la dominación de los bienes y del tiempo de los demás, no es esta la actuación que hay que tener ante el Señor de las buenas nuevas. Él no somete a sus súbditos, ni impone con autoridad, sino que proclama servir, hacerse esclavo por amor, ser el último. Él mismo fue ejemplo al dar su vida para rescatar a todos. Él, que quiso que se cumpliera en sus carnes lo anunciado por el profeta, llegó humilde al reino, cabalgando un asno, simplemente un pollino hijo de acémila.