Para Cervantes, todo cuanto la Biblia dice es verdad, y en esta verdad descansaba su fe y su conciencia religiosa.
Cuando ya ha reconocido su inspiración, Cervantes pasa a hablarnos de la verdad en la Biblia. Yendo Don Quijote “encantado” en la carreta de bueyes, el canónigo de Toledo entra en discusión con él, reprochándole la pérdida de tiempo en lecturas que para nada aprovechan y aconsejándole “otra lectura; que redunde en aprovechamiento del alma y en aumento de su honra”. Y agrega el eclesiástico: “Y, si todavía llevado de su natural inclinación, quisiere leer libros de hazañas y de caballerías, lea en la Sacra Escritura el Libro de los Jueces, que allí hallará verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes” (Quijote, I; XLIX).
Ésa es la opinión que merece la Biblia a Cervantes. Todos los hechos que en ella se describen son verdaderos, rigurosamente auténticos. Todas las verdades de la Biblia son grandiosas, en virtud de la grandiosidad de su Autor y de los temas que abarca. Cervantes no se detuvo en preguntar de dónde salió la mujer de Caín, ni se torturó la mente con la llevada y traída cuestión de si fue antes el mal o el malhechor, ni hizo burla de la historia que narra la conversión de una mujer en estatua de sal, ni se sumergió en un diluvio de cavilaciones para explicarse la historia del diluvio universal. Para Cervantes, todo cuanto la Biblia dice es verdad, y en esta verdad descansaba su fe y su conciencia religiosa.
Joaquín Casalduero trata de presentarnos a un Cervantes acomodaticio, indiferente, sin inquietudes espirituales, poco menos que escéptico. Dice que Cervantes “no expresa la lucha entre el alma y el espíritu, entre la virtud y el vicio”, y agrega que “su sentir religioso adopta la forma de un sentimiento histórico-cultural”. (1)
Lejos de eso, Cervantes fue un hombre de firmes convicciones religiosas. Nadie puede dudar de esto después de leer sus obras y profundizar en ellas. Que estas convicciones se inclinaran más hacia unas formas que a otras de Cristianismo es otra cosa, y bastante se ha discutido ya y se seguirá discutiendo. Pero que Cervantes creía y creía de verdad, no hay duda alguna. Y precisamente porque cree, no lucha. Esa lucha espiritual que atormentó los días de mi admirado Unamuno no se dio en Cervantes. Unamuno conocía bien la Biblia, tan bien o mejor de lo que pudo conocerla Cervantes; pero no le bastaba su revelación ni se conformaba con su contenido. Seguía luchando, luchando contra su propio “yo”, luchando “contra esto y aquello”, para encontrar no sabía qué, y si lo sabía, nunca nos lo quiso decir; se lo llevó con él al sepulcro. Aunque para mí tengo que luchaba por encontrarse a sí mismo.
Cervantes cree. Y no cree por tradición, por acomodarse a la Historia, ni cree por una necesidad intelectual, ni concibe la religión como un movimiento cultural. Cree como debe creerse, sintiendo a Dios en la experiencia diaria, “sufriendo a Dios”, abriendo el corazón a la llamada divina, inflamando el alma del fuego de arriba. La Biblia es para él la verdad grandiosa y verdaderos son también los hechos que describe. No podía ser de otra forma siendo Dios su autor. Y para que no quede duda alguna sobre este punto, dice en el primer capítulo de la segunda parte del Quijote que “la Santa Biblia... no puede faltar un átomo en la verdad”.
Al hablar de verdad en la Biblia nos referimos a los grandes principios doctrinales que encierra y a los hechos verídicos de la Historia Sagrada; la exactitud o inexactitud de ciertos datos y fechas no añaden ni quitan nada a esta verdad. Muchas veces la verdad espiritual es completamente independiente de la exactitud histórica. La verdad es ley suprema y, por lo mismo, ajena a la cuestión de nombres y fechas. La verdad es el mismo Cristo en su encarnación.
La misión principal de la Biblia, en cuanto a verdad, la reconoce y nos la declara el mismo Cervantes. En su mil veces citado y comentado discurso de las armas y las letras, dice que las letras divinas “tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo, que a un fin tal sin fin como éste ninguno otro se le puede igualar” (Quijote, I, XXXVII).
Llámesele hipócrita si se quiere; dígase de él que sus sentimientos religiosos no pasan los límites de la superficialidad. Pero lo verdaderamente cierto es que Cervantes, en su Quijote, nos va guiando de la mano por esas agradables y majestuosas dependencias del palacio bíblico, hasta introducirnos en la sala del trono. Con su voz armoniosa y grave, nos va explicando el origen divino e inspirado de los libros sagrados; continúa hablándonos de su exactitud, de su fidelidad histórica, de su verdad incontrovertible, y luego, para que todo no quede en explicaciones, para que el fin práctico tome el lugar de la teoría, nos declara el objeto de Dios al enviarnos esos libros, el divino cometido que el Creador les tiene asignado: encaminar al cielo nuestras almas y hacer la paz entre el hombre y Dios, restaurar nuestra imagen caída a su propia imagen y semejanza, devolvernos en Cristo la paz y felicidad que perdimos en Adán.
(1) Joaquín Casalduero, “La Composición del Quijote”, en Cuadernos de Insula, número 5 de 1947, página 49.
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