Nunca, en toda su obra, Cervantes se permite hablar de la Biblia en tono jocoso, como lo hace con otros libros y, en especial, con los de caballerías.
Bien demostrado queda en artículos anteriores el conocimiento que Cervantes tenía de la Biblia. Pero conocimiento no es simpatía, ni respeto, ni amor. ¿Amaba Cervantes los escritos sagrados, que tan bien conocía? ¿Qué conceptos le merecían?
A través de su novela insigne, el gran escritor se muestra extraordinariamente familiarizado con los libros de caballerías, y hace gala de estos conocimientos en el escrutinio de la biblioteca del Ingenioso Hidalgo. No obstante, toda su novela, en su pura concepción literal, no es otra cosa que una fina burla y una sátira contra estos libros. Ridiculiza a los caballeros andantes que en el mundo han sido, y cuando el loco se vuelve cuerdo, cuando Don Quijote recobra el juicio, reniega de sus lecturas caballerescas y exclama con gran alegría: “Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necesidad y el peligro en que me pusieron haberlas leído” (Quijote, II, LXXIV).
¿Ocurría otro tanto con la Biblia? Que Cervantes la conocía y que la conocía bien, no hay duda alguna. Pero, ¿qué opinión tenía de ella? El que conozcamos al dedillo una obra determinada no quiere decir que esa obra nos cause respeto ni amor. A veces, por imperativos del tema que tratamos, citamos textos con los cuales no estamos en absoluto de acuerdo, pero que literariamente “visten bien”.
A Cervantes se le ha reprochado su falta de sinceridad cuando trata de religión. Ortega y Gasset, primero, y más tarde Américo Castro, fueron los primeros en hablar de la hipocresía de Cervantes, teoría que hicieron suya y ampliaron otros autores españoles y extranjeros, como Pául Hazard en su Etude et analyse de Don Quichote de Cervantes. Américo Castro llegó a escribir que “Cervantes es un hábil hipócrita, y ha de ser leído e interpretado con suma reserva en asuntos que afecten a la religión y a la moral oficiales”(1). Desmintieron categóricamente esta idea, cervantistas de primera fila, contestando Luis Astrana Marín que “ni en su vida ni en su obra se descubre la menor hipocresía en Cervantes”. (2)
Estas contradictorias interpretaciones motivan el que andemos con pies de plomo cuando tratamos de probar la sinceridad de Cervantes hacia la Biblia. La cita continuamente en sus escritos o se refiere a ella sin citarla, pero ¿cree en la Biblia? ¿Qué representa el Libro divino para el escritor humano? Cuando Cervantes escribía aún no había invadido Europa esa ola de enciclopedistas y racionalistas, principalmente franceses y alemanes, que, usando de argumentos pueriles, teniendo en cuenta la clase de obra que trataban de desprestigiar, hacían mofa de la verdad y de la inspiración divina de la Biblia. En la época de nuestro escritor los estudios bíblicos no habían alcanzado el auge que hoy día tienen, es cierto, pero las Sagradas Escrituras era un libro muy estimado, tanto por doctos como por indoctos. Que Cervantes participó de esa estimación general, más aún, que llegó a amar entrañablemente las páginas que tantas buenas ideas y sentimientos nobles le inspiraron, se desprende de verdaderas declaraciones al respecto contenidas en el Quijote. Nunca, en toda su obra, Cervantes se permite hablar de la Biblia en tono jocoso, como lo hace con otros libros y, en especial, con los de caballerías.
La declaración fundamental sobre la Biblia, lo que más importa conocer de ella, es su divinidad. Podemos conceptuarla como el mejor de los libros que se hayan escrito jamás, y podemos decir que su historia es única. Podemos adornarla con cuantos adjetivos disponga la humana literatura para ensalzar el valor de una obra y podemos proclamar a los cuatro vientos su carácter moralizante; pero si le quitamos su inspiración, si le negamos su origen divino, la estaremos colocando al mismo nivel que las leyes de Manú o los escritos de los Vedas. Si la Biblia no es palabra de Dios, no nos interesa. Escritos humanos sobran y de palabras terrenas estamos más que cansados. Cuando nos acerquemos a la Biblia hemos de reconocer, ante todo, su divinidad; sólo entonces podemos continuar estudiándola en sus otros aspectos.
Y éste es el orden que, precisamente, sigue Cervantes. En el prólogo a la primera parte del Quijote llama a la Biblia por tres veces “Divina Escritura”, repitiendo el mismo calificativo en otras partes de su novela. Y esto no lo hace a tientas y a ciegas. El Padre Antolín dice que “el epíteto de divina aplicado a la Sagrada Escritura no es en Cervantes un calificativo cualquiera ni tiene fuerza de simple superlativo, y es llamada así no sólo por su contenido doctrinal en relación con el fin sobrenatural del hombre, sino muy particular y específicamente por la razón de que su autor Principal es el mismo Dios.” (3)
Cuando Cervantes reconoce la Sagrada Escritura como divina la está reconociendo como revelación escrita de Dios. Muchas y muy diferentes son las maneras que Dios tiene de darse a conocer al hombre, pero creemos que, después de la revelación de sí mismo en la persona de su Hijo, la más principal e importante es la Biblia. Su revelación escrita. En la Biblia Dios se nos da a conocer de una forma sencilla y admirable, sin vanos discursos en su tarjeta de presentación, sin decirnos de dónde viene ni dónde existía antes que los mundos fuesen. Con un contundente: “En el principio... Dios ...”, el autor inspirado nos introduce en el conocimiento de ese Ser personal, Infinito, Increado, Todopoderoso, Todosuficiente Mente Universal. Lo hace sin rodeos, sin preámbulos. ¿Para qué? Es suficiente con que Dios exista. Lo demás no nos importa. A la fe no interesa para nada saber desde cuándo existe, ni por qué existe, ni hasta cuándo ha de existir. Inmediatamente Dios entra en nuestra historia, nos pone en conocimiento de verdades que nos incumben, elevando nuestra alma hacia lo sobrenatural y eterno, tratando de hacernos comprender de mil maneras distintas la grandeza de su amor.
Y todo eso lo hace Dios sirviéndose de instrumentos humanos, quienes, bajo la inspiración del Santo Espíritu, van transmitiéndonos fielmente los mensajes de Dios, según lo van percibiendo ellos mismos en lo más íntimo de su naturaleza espiritual. En el curso de este proceso, Dios no anula la personalidad humana del escritor sagrado, pero tampoco se sirve de ella. Sin ser un autómata, éste escribe independiente de su voluntad y contra ella en ocasiones, impulsado desde dentro por una fuerza misteriosa, superior en potencia a sus propias determinaciones. Así nos lo enseña el apóstol San Pedro. Hablando de los escritos del Antiguo Testamento dice que “la profecía no ha sido en los tiempos pasados proferida por humana voluntad, antes bien, movidos del Espíritu Santo, hablaron como hombres de Dios” (2ª de San Pedro 1: 20).
(1) Américo Castro, “El Pensamiento de Cervantes”, Madrid 1925, página 254.
(2) Luis Astrana Marín, “Estudio crítico a la edición IV Centenario”, página 40.
(3) Teófilo Antolín, artículo citado.
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