La palabra autismo se instaló en mi hogar y nuestra rutina comenzó a girar alrededor de aquel frío y demoledor término.
(Protestante Digital publicó este artículo de Yolanda Tamayo por primera vez en 2012)
Hace casi dos años que mi marido y yo recibimos una dura noticia. En un examen médico, aparentemente rutinario, una doctora nos expresó con frialdad que nuestra hija padecía trastorno del espectro autista.
Hasta aquel entonces nunca nos habíamos planteado una educación diferente para Valeria, ella crecía y estaba adquiriendo las habilidades propias de una niña de su edad, Pero, hubo un retroceso, comenzó a perder lenguaje y otro tipo de habilidades conductuales. Lo que en un principio no resultó alarmante pasó a convertirse en un serio problema.
La palabra autismo se instaló en mi hogar y toda nuestra rutina comenzó a girar alrededor de aquel frío y demoledor término.
Tuve mi proceso de duelo como cualquier madre a la que dan un diagnóstico como el que yo recibí, pero supe, desde un primer momento, que no me iba a quedar ahí, estancada en un dolor que me hiciera un ser desgraciado. Mi confianza estaba y está en el todopoderoso.
Desde aquel día enarbolo a diario una frase que me proporciona las fuerzas que necesito, me la repito constantemente y más aún, cuando el viento golpea con virulencia los pilares de mi vida.
Dios no se equivoca.
Me abrazo a esta frase con tal fuerza, que logro mitigar la furia del viento.
Sé que todo cuanto acontece en mi vida está supervisado por Dios, por lo tanto, no he de pensar y me niego a ello, que el trastorno de mi hija sea debido a un capricho Divino o a una negligencia como madre.
Mi hija es creación de Dios, y Él sabe lo que hace.
Los avances de Valeria son positivos, en cuanto comenzó a fluir el lenguaje comprendí que la palabra mudez dejaba de tener un sentido aplicable a ella. Mi hija habla, habla de la forma que lo puede hacer una niña de tres años y medio, pero lo más importante no es que hable, es que se comunica.
Las palabras pueden ser utilizadas con fines muy distintos y éstas producir un efecto u otro. A veces no somos conscientes del poder que poseen las palabras y las pronunciamos de una forma poco prudente o muy a la ligera.
Las palabras son armas poderosas en labios de quien las utiliza.
La pasada semana, mi hija hizo que las palabras tuvieran un efecto totalmente terapéutico sobre mi corazón y sin ella ser consciente aplicó un sanador bálsamo sobre una herida que aunque ahora no sangra aún supura dolor.
Estando en casa me llamó desde su habitación: - ¡Mamá! Gritó con su débil vocecilla.
Yo le contesté desde donde me encontraba. - ¿Estoy aquí, qué quieres? Su respuesta fue inmediata. - ¡Mamá guapa!.
Dejé lo que estaba haciendo y me dirigí a su habitación donde me esperaba con una amplia sonrisa, sabiendo todos los arrumacos y besos que desprendería sobre ella.
Las palabras de Valeria modificaron mis pensamientos, mi estado, y puede, que hasta mi forma de trabajar en ese día.
Eran sencillas palabras que vertidas de otros labios no hubiesen tenido gran repercusión, pero que diferente es ese mensaje cuando lo transmite alguien a quien le han trazado una senda un tanto complicada, alguien a quien “supuestamente” le cuesta exteriorizar sus sentimientos.
No me autoengaño pensando en un futuro prometedor, sólo vivo el presente, un presente hermoso en el que no me ciño a etiquetas, a diagnósticos, a valoraciones. Vivo con la esperanza de educar a una niña que se convertirá en mujer y llegará a donde Dios quiera que llegue.
Yo, sencillamente me deleito viendo como a través de la adversidad Él extiende su mano y nos da las fuerzas precisas en el momento indicado.
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