El Norte de Castilla solicitó a A. P. Alencart, colaborador de Protestante Digital, un artículo que apareció entre muchas páginas dedicadas a las procesiones del Jueves Santo. Aquí lo reproducimos.
Como cristiano que no se avergüenza de manifestar públicamente su fe, siempre he celebrado –y celebraré– la Anastásis de un Jesús vencedor de la muerte, el mismo que sabía de su condición de Ejemplo perenne contra toda creencia anclada en lo tanático: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá .Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?”. (Juan 11, 25-26). Esto le decía a Marta nuestro Amado galileo, cuando lo de su hermano Lázaro y por tierras de Betania. En la Biblia, antes y después del Ungido tenemos testimonios que fortalecen el triunfo de la esperanza en la inmortalidad: “Yo sé que mi redentor vive… y después de deshecha esta mi piel he de ver en mi carne a Dios al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí" (Job 19, 25-27). “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (Pablo en Corintios 15, 55).
Lo del Gólgota precede a la Resurrección (Anástasis) de Jesús, al triunfo de la Vida que es un Misterio que todo genuino creyente acepta y proclama, sin importarle que otros, antes y ahora, se mofen de su certeza: “Pero cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se burlaban, y otros decían: Ya te oiremos acerca de esto otra vez”. (Hechos de los Apóstoles 17, 32). Triunfo y esperanza, nunca desdicha, nunca apoteosis de plañideras y cortejos mortuorios revestidos de una religiosidad anclada en costumbres que se ciñen al asesinato vía crucifixión, que se solazan en lo sanguinolento de la tortura previa, que potencian hasta extremos paganos lo cruento, lo desgarrador de ese momento clave para la historia de la Salvación. Claro que Jesús sufrió lo indecible por nosotros, pero bien sabemos que los Evangelios no se detienen en demasía sobre los detalles cruentos de lo que sucedió antes y durante la barbarie perpetrada en el Gólgota. Y bien sabemos que el Verbo que se hizo carne es el Cordero de Dios que se inmoló en un sacrificio que obedecía a un Plan de redención solidaria por la humanidad caída: magno ejemplo de un Jesús (profeta-poeta, en definitiva) que como culmen de su ministerio va sin dudarlo hacia Jerusalén, donde sus enemigos (propios y ajenos, judíos y romanos) lo capturan, someten a torturas y a crucifixión.
Pero los cristianos deberíamos centrarnos en el después del Gólgota, en el Resucitado y en su mensaje muchas veces cercenado por los nuevos fariseos que dicen hablar en su nombre y en el Dios padre. No más en la muerte como una concepción de que todo acaba aquí; en el llanto y en los duelos que a veces duran años: o es que no hemos entendido el mensaje de las Buenas Nuevas que nos trajo Jesús; o es que existen demasiados intereses terrenales en juego como para dejar de lado las escenificaciones carentes de Vida y de Pasión por los otros que necesitan de nuestro ejemplo de verdaderos creyentes, Amor y obras, Fe y solidaridad, como pedía Santiago (2, 14-17): “ Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle? Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma”.
Mal proclamaremos la Resurrección si no tenemos a Cristo dentro de nosotros, no en los atavíos y demás parafernalia un tanto lúgubre. Y malos cristianos seremos si tras estos días seguimos sin ser militantes activos contra las injusticias que quiebran la dignidad humana. Acaso los profetas del Antiguo Testamento no eran feroces clamando contra los gobernantes corruptos, contra quienes se aprovechaban de los más desvalidos y tornaban más pobras a los ya empobrecidos. Entonces y ahora nuestras sociedades han necesitado de un cambio radical. La redención que nos ofreció el Mesías será empobrecida por aquellos que actúan como aparentes cristianos pero no cumplen con los mandatos del Evangelio, con todas sus consecuencias. También dejándose de contiendas entre los propios miembros del Cuerpo único, como el propio Lucas recuerda respecto a los doce apóstoles: “Entonces ellos comenzaron a discutir entre sí, quién de ellos sería el que había de hacer esto”. Pero la discusión no radicaba sólo en quién era el traidor, sino también en “quién sería el mayor”, el que tuviera más importancia tras Jesús.
Lo mismo ocurre hoy día, muchas banderías, muchas ambiciones amparadas en nuestro Amado galileo. Proclamemos su Resurrección y su Evangelio integral, salvífico espiritualmente, es cierto como bien nos dice Pablo: “Y a vosotros… os dio vida juntamente con él” (Colosenses 2, 13), pero también pleno de justicia y de preocupación por los más abandonados.
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