¡Qué tontos eran nuestros padres!

Es sabido que una de las características de la adolescencia y la juventud es la apertura mental hacia todo lo que es nuevo, iniciándose así una etapa de la vida en la que los descubrimientos, las experiencias y las sensaciones novedosas forman parte del bagaje que se irá adquiriendo. El aventurarse en lo inexplorado refuerza el sentimiento de independencia respecto a la tutela que los padres han estado ejerciendo desde la infancia y es así como el joven puede llegar a considerar que sus progenitores son un estorbo para lo que él tiene por delante.

Al ser una molestia y un freno llega a la conclusión de que verdaderamente sus padres se han quedado atrasados y que no están al nivel en el que él ahora se mueve, habiendo quedado superadas las viejas pautas aprendidas, los antiguos principios inculcados y las obsoletas maneras recibidas. A partir de ahí, va a mirar por encima del hombro a sus progenitores, que nada pueden enseñarle, invirtiéndose los papeles, debiendo convertirse los antiguos maestros en alumnos y el antiguo alumno en profesor. A esas alturas ya no hay más que un paso para el engreimiento y la soberbia, viniendo a deducir que los padres son poco menos que dos tontos dignos de lástima, incapaces de adaptarse a las nuevas tendencias y alcanzar las últimas cotas de conocimiento.

Pero al repetirse este ciclo, generación tras generación, sucede que los que fueron anteriormente jóvenes impertinentes para sus padres, se convertirán en padres insufribles para sus hijos y así es como la rueda de la vida va girando, reproduciéndose los mismos parámetros de valoración vez tras vez. Los que un día se creyeron tan listos que podían enmendarle la plana a sus mayores, ahora sufren ellos mismos igual tratamiento de sus hijos. Y entonces se dan cuenta de que, después de todo, sus padres no eran tan tontos como ellos pensaban ni ellos tan listos como imaginaban.

Pero este patrón rotativo generacional no sólo se cumple en el plano individual sino también en el colectivo, es decir, en lo tocante a la vida de una nación. El juicio implacable que la nueva generación realiza sobre la anterior, al juzgar que nada tiene que aprender de ella, es el mismo que la anterior realizó sobre la pasada, que a su vez fue igual que el que ésta ejerció sobre la precedente. La última generación siempre se considera a sí misma depositaria de lo genuino y verdadero, frente a lo caduco y erróneo de la anterior. Por eso la altanería, basada en la propia sabiduría, es su seña de identidad.

En España asistimos a un cambio generacional, que está teniendo repercusiones en muchos ámbitos. Y una consecuencia es que lo que fue precioso para la generación anterior, como el descubrimiento y el ejercicio de la democracia, para la nueva no es más que algo ya superado y anclado en el pasado y que necesita ser cambiado. Y así como la generación de la democracia ejerció un juicio condenatorio sobre la generación de la dictadura, ahora son los hijos de la generación de la democracia quienes lo ejercen sobre ésta. Si la generación de la dictadura era pacata y obtusa, la de la democracia no sale mejor parada a los ojos de la nueva generación. Igual que los de la dictadura eran tontos para los listos de entonces, así han pasado a ser tontos los de la democracia para los listos de ahora. Aunque éstos no escaparán del dictamen descalificador que los que vengan después harán de ellos. En eso se resume la historia de la humanidad.

El problema de la arrogancia de cualquier adolescencia y juventud, sea la individual o la colectiva, es su ceguera para no captar nada de valor en lo antiguo y su sobredimensión de lo nuevo. Pero antiguo y nuevo son términos relativos que no garantizan nada, porque la valía intrínseca no está en función del tiempo.

El error garrafal de aquel joven que ascendió al trono a la muerte de su progenitor, fue pensar que nada tenían que enseñarle a él aquellos viejos que fueron consejeros de su padre. ¿Qué se podía esperar de aquellos carcamales que no se habían dado cuenta de que una época había terminado y otra comenzaba? Sus ideas y consejos eran válidos cuarenta años atrás, pero no ahora, en la que el mundo había cambiado. ¿Cómo conciliar lo viejo con lo nuevo? Son cosas incompatibles, pensó él. Lo nuevo llama a lo nuevo y precisa de lo nuevo. Lo viejo, por definición, está acabado, como estaban acabados aquellos decrépitos consejeros y sus consejos.

Y así fue como el joven gobernante se rodeó de consejeros como él, de su misma propensión, que consideraban tontos a los de la generación anterior y se creían a sí mismos sobrados de inteligencia. Pero los hechos demostraron que los tontos eran ellos mismos, no haciendo falta, ni siquiera, que viniera otra generación que así lo dictaminara, porque durante su propia generación quedó comprobado que la altanería y la insensatez, con sus fatales consecuencias, siempre van de la mano. La historia de Roboam hace 3.000 años es la historia de hoy; sólo hay que cambiar el nombre.