El miedo nos impide asumir riesgos, tener gestos de valentía y solidaridad. Nuestra fe no actúa a través del amor.
Hoy los cristianos seguimos teniendo nuestros miedos que nos impiden avanzar en las líneas de seguimiento a Jesús. Vamos cargados de miedos, mochilas pesadas de miedos oscuros que hacen que no podamos vivir ni disfrutar a tope la vivencia de la espiritualidad cristiana.
Resultado: Cristianos miedosos. Hay muchos temores, muchos fantasmas que nos asustan. Hay algunas fobias cotidianas comunes a muchos. Uno de los miedos que se dan en Europa, en España y en el mundo es el miedo a las novedades que nos aportan los refugiados, los inmigrantes, los diferentes, los que nos parecen extraños. También se pueden dar en el seno de las iglesias. Si así fuera, esto nos impediría a los cristianos alegrarnos con la llegada de otros hermanos de allende las fronteras y los mares. Resultaría imposible el poder llegar a la alegría del encuentro con nuestros prójimos que huyen de la violencia o de la miseria. Tenemos miedo a asumir nuevas responsabilidades que se entrecruzan con tensiones y venenos sociales. Es entonces cuando vemos posibles conflictos. ¿Tenemos miedo a vivir la fe de forma comprometida?
Vayamos a otro de los miedos. A veces oímos decir que para que la pobreza se pudiera reducir en el mundo, deberíamos estar dispuestos a renuncias personales, a renunciar a muchos de los niveles innecesarios de prosperidad y bienestar del que disfrutamos en las sociedades de consumo. Nos da miedo la renuncia a las comodidades. Tenemos incluso miedo de renunciar a ciertos derroches. El miedo nos impide asumir riesgos, tener gestos de valentía y solidaridad. Nuestra fe no actúa a través del amor. Somos muchas veces cristianos miedosos.
¿Será que no tenemos amor suficiente? Dice la Escritura que el amor echa fuera el temor. Sin embargo los cristianos tenemos nuestros miedos. En medio de una sociedad aplastada por la increencia, en medio de un mundo con muy diferentes tensiones sociales, nos mostramos cobardes y miedosos. Es entonces cuando optamos por vivir nuestra fe dentro de las cuatro paredes del templo, arropados por el calor de los hermanos, pero ajenos al compromiso que la vida y la sociedad nos demanda. Tenemos el riesgo, pare eliminar nuestros miedos, de ir fraguando un evangelio de autoconsumo en vistas de nuestra propia felicidad falsa y ajena al compromiso al que estamos llamados.
A veces vivimos silentes por el miedo. Nos callamos ante lo que debería ser una denuncia profética. Incluso nos gustaría callar otras voces pastorales que nos llamen a la solidaridad o a los retos de la projimidad. Sin embargo, nuestros propios miedos sólo quieren que nos hablen de aquello que nos pueda llenar de un gozo que da la espalda al compromiso con el prójimo.
A veces, incluso nos dan miedo las responsabilidades del seguimiento de Jesús. No queremos ser los agentes de liberación que el mundo necesita a las órdenes del Maestro al que queremos seguir. Nos es más leve el ritual, su práctica rutinaria.
No, el ritual no nos exige tanto compromiso. Quizás es que el miedo nos hace cobardes. Quizás es que el miedo nos hace débiles, nos arrincona, anula la repercusión que la conversión debe tener en la esfera social, cultural, económica y, en general, de prioridades y estilos de vida.
La pobreza en el mundo nos da miedo y nos creemos enanos ante el volumen de pobres en el mundo. Sin embargo, admiramos a los ricos y consideramos la riqueza como prestigio. Valores bíblicos que han entrado incluso en el seno de las iglesias quizás por nuestra cobardía, por nuestros miedos ante la llamada al compromiso y a la denuncia social.
Si nos hablan con seriedad de la relación de Jesús con los pobres y de los valores del reino donde los últimos pueden ser primeros, nos da miedo. Nos sentimos interpelados. Preferimos mirar a otros pasajes bíblicos. Vivimos, impulsados por nuestros miedos, un conservadurismo muy fuerte e insolidario. Cobardes ante cualquier tipo de renuncia que tengamos que hacer, cobardes ante el hecho de mancharnos las manos en el compromiso con los débiles. Tenemos miedo a anteponer la misericordia a los rituales. Si tuviéramos que pasar como “amigos de pobres y pecadores” como lo fue Jesús, a muchos podría aterrarles.
Nos da miedo el reto de Jesús en su estricta radicalidad. El miedo nos puede confundir y llevarnos a mutilar el Evangelio al hacernos una religiosidad a nuestra medida que no es coincidente con la auténtica vivencia de la espiritualidad humana. Sin embargo nos queremos envolver en una religiosidad que no nos incomode. Somos cobardes.
Estos miedos nos pueden lanzar al individualismo, a la preocupación por nuestro círculo familiar cercano y nos puede alejar del servicio. Sin embargo, ¡cuidado! No sea que en nuestra religiosidad insolidaria y miedosa comencemos a sentir el vacío, la angustia, el sinsentido, la náusea, el cansancio vital. Podría ser como se nos indica en muchos casos proféticos, que clamemos al Señor y éste no nos responda.
¡Qué expresivo es el texto bíblico que nos afirma que en el amor no hay temor! Si realmente nuestra fe actuara a través del amor, echaríamos fuera todos los miedos. Que no os dé nunca miedo la radicalidad de Jesús. Si pones el amor en acción, todo será posible y el miedo dejará de paralizarte para tener la vida feliz que sólo se da dentro de los parámetros en los que se debe vivir la espiritualidad cristiana. El amor, echa fuera el temor. Amemos y nos liberaremos de todos nuestros miedos.
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