¿Qué podemos esperar del futuro, al empezar este nuevo año? El deseo de elevarse hasta el cielo forma la cultura de Babel. De ello habla una interesante exposición –Torres y rascacielos, presentada anteriormente en el Caixa Fórum de Barcelona y ahora en el de Madrid–. Nos muestra cómo la arquitectura refleja nuestra confianza en el progreso. Pensamos que si la humanidad avanza en su conocimiento y tecnología, llegará un día en que podamos controlar nuestro propio destino. Es por eso que la ciencia se enfrenta a desafíos imposibles y nuestros edificios reflejan una continua fascinación por la verticalidad.
Como dice esta muestra de origen francés, Babel nos advierte de nuestra vulnerabilidad y nos recuerda los riesgos de la desmesura. El teólogo dominico Michel Albaric, observa en uno de los vídeos de la exposición que “para Israel, Babel es un puño levantado contra Dios, pero para Babilonia, es una mano extendida hacia el cielo”. Nos recuerda que esta torre “no es un mito, sino una realidad”, que pretende “no sólo alcanzar los cielos, sino penetrarlos, traspasándolos”.
La cultura de Babel nace del orgullo humano y se manifiesta tanto en un contexto religioso como laico. Intenta “apropiarse del secreto del misterio de Dios”, como reflejan tanto las catedrales como los rascacielos. La exhibición nos muestra que toda arquitectura tiene un sentido religioso. Su gigantismo es un monumento a la arrogancia del hombre.
LA ANTIGUA TORRE
La ingente torre en espiral que se eleva al cielo, la imaginaron pintores como Brueghel el Viejo en el siglo XVI, pero se basa en la construcción histórica del rey Nimrod que encontramos en la Biblia, cuyos fundamentos están todavía en la actual Irak. Tiene forma de antiguo
zigurat de Babilonia, pero los artistas del Renacimiento la representan con una base circular.
En una ocasión hablé en la Universidad del Ferrol con los Grupos Bíblicos Universitarios, en un acto en que participaba conjuntamente con el profesor Juan Luis Montero. Este historiador natural de Lorca, ha hecho una importante investigación sobre las medidas de la torre.
A partir de un estudio sobre una estela de piedra, que hay en una colección privada en Oslo, Montero considera las dimensiones que podría tener esta estructura de arcilla, que culminaba en un templo.
Sus investigaciones arqueológicas sobre el terreno, se encontraron con las dificultades del conflicto en Irak. La base de la torre estaba en medio de un campamento aliado. Recuerdo las fotos del profesor Montero con las ruinas llenas de tiendas y
jeeps del ejército italiano. Daba una impresión de desolación tal, que nadie pudiera imaginar que aquí estuvieron dos de las maravillas de la antigüedad: la torre y los jardines colgantes de Babilonia.
ROZANDO EL CIELO
Había otros monumentos
–hoy desaparecidos
–, que se elevaban al cielo, como los minaretes o las torres de las catedrales. Después del Faro de Alejandría, levantado por Ptolomeo I en el siglo III antes de Cristo, hubo una torre budista en China de porcelana, que se construyó en Nankin en el siglo XV, pero antes nacen las catedrales, que están en desarrollo hasta el siglo XIX. Un caso excepcional, en este sentido, sería la Sagrada Familia de Gaudí, que continúa inconclusa en Barcelona.
Una de las partes más fascinantes de la exposición es la que narra la edificación de la Torre Eiffel de París. En el centenario de la revolución francesa
–explica la historiadora Carolina Mathieu en otro vídeo de la exposición
–, había una fe tal en el progreso, que se esperaba que trajera una vida más bella y libre. Con ese fervor religioso, se agolpaban multitudes en el Campo de Marte para observar cómo se levantaba la estructura metálica de esa torre, que se inicia en 1887.
A lo largo del siglo XIX, varios ingenieros se obsesionan con la idea de levantar una torre de gran altura. Es la era del progreso. El filósofo Auguste Comte lo convirtió en una ley, en torno a 1830, que constituye la base de la civilización. El sociólogo Robert Nosbet nos recuerda que la idea está ya en la antigüedad. Lo que ocurre, según él, es que en la modernidad se seculariza.
El progreso por la industrialización es lo que hizo que el primer rascacielos lo construyera un grupo financiero como el Home Insurance. El edificio que se levanta tras el incendio de Chicago en 1871, tiene todavía sólo diez pisos de altura.
SÍMBOLOS DE PODER
No es casualidad, por lo tanto, que en América los rascacielos se conviertan en los centros de decisión de las grandes empresas económicas.
La difusión de la electricidad, la invención del ascensor y la fabricación de estructuras metálicas de gran altura hacen que “la línea del cielo” de ciudades como Nueva York o Chicago, se conviertan en signos tangibles de poder y éxito. Tras la construcción del edificio Singer (1908), el Metropolitan Life Insurance (1909) y la central de los grandes almacenes Woolworth (1913) en la Gran Manzana, se establece en la Ciudad del Viento una brillante sede para el diario
Chicago Tribune (1925), al que sucede el Centro Rockefeller (1929) y las oficinas de Chrysler (1930) en Nueva York, donde se levanta al año siguiente el
Empire State.
Estos iconos indiscutibles de la modernidad, los conocemos desde que somos niños por las películas, que comienzan con la visión aérea de la ciudad que dominará el mundo con su poder financiero.
La crisis de los setenta nos muestra a
El coloso en llamas (1974)
–El infierno de la torre, se llama en inglés el film, protagonizado por Paul Newman y Steve McQueen, encabezando uno de los repartos más espectaculares de aquella época
–. Como dice Antonio José Navarro en su libro El cine del fin del mundo: Apocalipsis ya, las películas de desastres invocan “una justicia divina que debía castigar los vicios de la Babilonia moderna, rendida a la tecnología, al hedonismo y a la concupiscencia”.
Tras la caída de las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York, dos tercios de los grandes rascacielos se encuentran ahora en Extremo Oriente y en Oriente Medio.
Estados Unidos parece haber perdido la hegemonía y centralidad, que mantiene desde la primera guerra mundial. En este momento,
la Burj Khalifa de Dubái es el edificio más alto del mundo. Sus 828 metros no han sido todavía superados, pero esta es una competición continua, que parece que nunca va a acabar.
Génesis 11 nos muestra todo lo contrario.
LA CIUDAD DE DIOS
Es difícil imaginar mayor colaboración y solidaridad que en el proyecto de construcción de Babel. Todos hablaban una misma lengua y unas mismas palabras (Gn. 11:1). Su propósito nos muestra que la unidad no puede ser nunca un fin en si mismo. La armonía y el entusiasmo se dirigen en busca de un progreso que reconozca nuestra propia gloria –“hagámonos un nombre”, dicen
–. Su confianza está en una falsa seguridad –“por si fuéremos esparcidos sobre la faz de la tierra” (v. 4)–.
El sociólogo Peter Berger cree que el mito del progreso es “la secularización de la esperanza bíblica del futuro”. Este es el
evangelio que se extiende a las “naciones en desarrollo”, como nuevo objeto de alabanza y devoción. Son las falsas expectativas de aquellos que han puesto su confianza en un ídolo, cuando sólo en Dios podemos estar seguros (
Salmo 46). El es “nuestro amparo y fortaleza” (v. 1).
Babel es la ciudad de los hombres, que se levanta frente a la Ciudad de Dios de la que habló Agustín. Representa todas las pretensiones del orgullo humano, cuya torre no ha llegado al cielo, pero sí su soberbia. Es por eso que Dios confunde sus planes y frustra sus propósitos.
No los destruye, sino que acaba con una armonía que no se vuelve a encontrar hasta Pentecostés. La fe nos presenta una ciudad “cuyo arquitecto y constructor es Dios” (
Hebreos 11:10).
La nueva Jerusalén no es resultado del esfuerzo del hombre, sino que desciende del cielo (Apocalipsis 21:10). Su gloria no es la culminación del progreso humano, sino la presencia de Dios mismo, entre nosotros.
“Aguardamos la venida del alba”, como dice Jacques Ellul. Nuestra esperanza está en Cristo. ¡Él es nuestra seguridad!
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