Las torturas en nombre de Dios se practicaron durante siglos con la aprobación de los Papas de turno.
El lector o lectora de este artículo no necesita que recuerde aquí los pormenores de los atentados llevados a cabo por terroristas islámicos en París el viernes 13 de noviembre. El mundo está enterado y dolido. Cuando escribo este artículo, lunes 16 de noviembre, el recuento de víctimas señala que la matanza ha costado la vida a 129 personas. Otras 352 resultaron heridas, 99 de ellas graves.
El Papa Francisco llamó por teléfono al día siguiente al canal TV2000, propiedad de la Conferencia Episcopal Italiana e hizo unas declaraciones en las que dijo: “estoy conmovido y siento dolor. No entiendo estas cosas, son difíciles de entender, hechas por humanos. Por eso estoy conmovido y rezo”. Del mismo modo dijo que los atentados “no tienen justificación religiosa ni humana. Esto no es humano”, insistió. (La Razón, 15 noviembre 2015).
Aclaro: creo firmemente, sin la más mínima duda, que el Papa Francisco era absolutamente sincero ante tales manifestaciones de dolor.
Pero no debería extrañarse ante esas cosas “hechas por humanos, que no tienen justificación religiosa ni humana”.
La razón le asiste por completo al día de hoy, pero no ha sido así siempre.
Podría extender la mirada hacia el pasado y preguntarse si era humano, si tenía justificación religiosa lo que la institución que preside hizo en tiempos de la inquisición.
El 1 de noviembre de 1478 una bula del papa Sixto IV autorizaba el establecimiento de la Inquisición en España. El 13 de julio de 1834 un decreto de doña María Cristina, viuda del rey Fernando VII, suprimía definitivamente el tribunal de la Inquisición. Entre la primera y la segunda fecha transcurrieron 356 siniestros años, cuya sombra aún se proyecta en la conciencia de España.
Juan Antonio Llorente, que fue secretario general del llamado Santo Oficio, dice en su libro HISTORIA CRÍTICA DE LA INQUISICIÓN EN ESPAÑA, publicado en 1880, que, de hecho, la Inquisición actuaba en España desde el siglo XII. En una carta dirigida al diputado francés Clausel Conserges le dice que la Inquisición causó en España 341.021 víctimas. De éstas, 31.912 fueron quemadas en persona; 17.659 quemadas en estatua y 291.450 torturadas cruelmente. Los inquisidores eran especialistas en provocar agonías; con tal de obtener las confesiones deseadas recurrían a los más crueles instrumentos de tortura.
En abril de 1983 se inauguró en Florencia, Italia, una exposición sobre instrumentos de tortura utilizados por la Inquisición. La exposición fue presentada en varios países, también en España, en El Escorial.
He aquí algunos ejemplos.
Dispongo de material para un segundo artículo, incluso para un tercero, pero no pienso insistir sobre el tema, en extremo desagradable.
El domingo 15 de noviembre, durante el rezo del Ángelus ante los fieles reunidos en la plaza de San Pedro, dijo el Papa: “usar el nombre de Dios para justificar esta masacre (el atentado terrorista en París) es blasfemia”.
Lo es, absolutamente. Coincido con el Papa Francisco. Sin embargo, esas torturas, y tantas otras, la inquisición instituida por el Vaticano las realizaba en el nombre de Dios.
Estos episodios pertenecen al pasado, lo sé. El Papa argentino que hoy ostenta la jefatura de la Iglesia católica ni es responsable ni los habría permitido. Pero las torturas en nombre de Dios se practicaron durante siglos con la aprobación de los Papas de turno.
Si, como se nos dice en algunos libros católicos, este período oscuro de la civilización cristiana debemos olvidarlo, entonces olvidemos también que Pelayo inició desde Asturias la reconquista de España en el siglo VIII, olvidemos que Colón descubrió el nuevo mundo en el siglo XV, olvidemos que Cervantes escribió el Quijote a principios del siglo XVII, olvidemos toda la Historia de España y el talante del ser español.
Este es un artículo brutal que hiere sensibilidades. Lo admito y pido disculpas por ello. Nada aquí es inventado. Con todo, creo que en este siglo de paz conviene dejar a un lado las bestialidades del pasado, cualquiera fuera su procedencia, y dar lo mejor de nosotros mismos para que tales hechos inhumanos no se repitan jamás, en ningún país, contra ninguna criatura de Dios, a la que El juzgará cuando llegue el momento; poner nuestra esperanza en el mañana y trabajar para que cada instante de nuestra vida esté dedicado a mejorar el instante futuro.
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