Había ganado la medalla de oro en los 100 metros de atletismo en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984, pero la colocó en las manos de su padre cuando este fue enterrado en 1987.
A pesar de todo el tiempo transcurrido, todos recordamos a Carl Lewis, uno de los atletas más grandes de todos los tiempos.
Había ganado la medalla de oro en los 100 metros de atletismo en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984, pero la colocó en las manos de su padre cuando este fue enterrado en 1987.
«No te preocupes», le dijo a su madre, «iré a Seúl y traeré otra». Y eso hizo. Cumplió su promesa yendo a los siguientes Juegos y volviendo a ganar el oro.
Esa medalla quedará para siempre enterrada… pero el cuerpo no. Dios ha prometido que un día todos los cuerpos serán resucitados y transformados. La inmortalidad no es una ilusión.
La resurrección no es algo ajeno a nosotros. Está presente en la creación, en la tierra, en el cosmos, incluso en nuestros pensamientos, porque nadie cree que todo termine aquí.
Incluso los más incrédulos llevan dentro de su corazón el deseo de inmortalidad.
Cualquier persona daría todo lo que tiene por conseguir vivir para siempre.
Pablo describió todo el proceso de la resurrección de una manera genial.
Merece la pena leer el texto en su totalidad. «Lo que tú siembras no llega a tener vida si antes no muere; y lo que siembras, no siembras el cuerpo que nacerá, sino grano desnudo, quizás de trigo o de alguna otra especie. Pero Dios le da un cuerpo como él quiso, y a cada semilla su propio cuerpo. […] Se siembra un cuerpo corruptible, se resucita un cuerpo incorruptible; se siembra en deshonra, se resucita en gloria; se siembra en debilidad, se resucita en poder; se siembra un cuerpo natural, se resucita un cuerpo espiritual. Si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual» (1 Corintios 15:36-44).
El Espíritu de Dios inspiró cada una de esas palabras para que nosotros comprendamos que Dios dejó escrita en la naturaleza la clave de nuestra propia resurrección.
El mismo Señor Jesús había anunciado: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, produce mucho fruto» (Juan 12:24).
Es muy sencillo: se necesita morir para volver a la vida. Sigue siendo el mismo grano de trigo, pero gloriosamente transformado. La planta que obtenemos cuando crece un simple grano es mucho más abundante de lo que era antes. Nos parece un milagro, ¡y es cierto! Porque solo Dios puede hacer que de la muerte surja la vida. Para todos los que creemos en el Señor, será una vida diferente, única, gloriosa… celestial. De la misma manera que el Señor Jesús venció a la muerte y apareció a sus discípulos con su cuerpo transformado, ilimitado y eterno.
De vez en cuando necesitamos recordar que no todo termina aquí, Dios nos ha regalado una vida inmortal. Por eso un día tendremos que morir para volver a la vida. Es preciso que nuestro cuerpo terrenal, el grano de trigo, sea enterrado para que Dios lo transforme en uno espiritual que será mucho más a su imagen todavía. Un cuerpo que no volverá a morir. Debemos atravesar el valle de sombra de muerte para dejar de ser débiles y ser revestidos de poder por parte del Espíritu de Dios.
Es necesario morir una vez para no volver a morir nunca más.
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