Barcos varados

Paseo por la ribera. La débil lluvia espolvorea su llanto sobre mí, rociando mi pelo, mi rostro, envolviéndome en aromas otoñales que me hacen sentir nostalgia de ese verano recientemente extinto.

En el río flotan las barcas, hoy no han salido a faenar. Todas portan un nombre: Manuela, Carmen, perla, sol… se mecen en el río agitadas por el viento.

Las mañanas, que generalmente huelen a premura, hoy se despiertan somnolientas y aminorando prisas parecen emitir un canto sosegado.

Sigo río arriba hasta llegar al varadero. Allí se encuentran los barcos que han de reparar. Barcos que dejaron de faenar y que ahora descansan esperando ser reparados.

Al verlos tan solos, fuera del mar, pienso en lo inútiles que son cuando no están donde deben.

Esa imagen de barcos en varadero me recuerda mi inutilidad cuando afanada por ser reparada no me atrevo a abandonar mi zona de confort. Cuando intento hacerle ver a mi creador qué es lo que debe hacer y cómo debe hacerlo.

Cuantas veces permanezco varada esperando el milagro, un cambio que se efectuará cuando yo decida extender mis alas y volar.

Pero indecisa espero. Espero con desespero, condicionando lo que Él debe hacer y dándole las pautas para hacerlo. Así no avanzo. Caigo, deslizándome por rendijas de impotencia, de insatisfacción, flagelándome con palabras demasiado gruesas.

El varadero ha de ser un lugar de paso, no un sitio para permanecer perpetuando el dolor.

Saber la necesidad que se tiene de ser reparado, aprender a través del doloroso trabajo de restauración que la vida está constituida por trazos de sufrimiento que nos obligan a ser enmendados para seguir avanzando. Permanecer obstinadamente en el lugar que no nos corresponde cierra puertas por las que Dios desea que salgamos al exterior para hacerles ver a los necesitados que Él sigue haciendo prodigios en las vidas de quienes confían plenamente en Él.

Todo parece imposible hasta que se hace.

Nelson Mandela