La soberanía es la facultad que Dios tiene para disponer de todas las cosas conforme a su voluntad.
Cada vez que pone la televisión para ver las noticias recién acaecidas, la actitud del telespectador actual no es tanto la de venir con una mente neutra para saber lo que ha pasado, sino con una predisposición, adiestrada por una sucesión ininterrumpida de malas noticias, para enterarse de cuál habrá sido la última calamidad, de dónde vendrá el siguiente sobresalto o si habrá explotado ya alguna de las muchas bombas de relojería que están a punto de hacerlo. Es decir, no se enciende el televisor con la esperanza de que te cuenten que ha pasado algo bueno capaz de cambiar definitivamente el curso de las cosas, sino con la sensación de que lo peor es perfectamente posible en cualquier momento. Y si no es hoy será mañana.
El cristiano no es ajeno a este estado de cosas y al considerar la condición de zozobra en la que andan sumidas las naciones, entre ellas España, con densos nubarrones en el horizonte, es factible que le sobrevenga la ansiedad, ante las amenazas y peligros que pueden presentarse. Las preguntas e incertidumbres sobre el futuro se acumulan en su mente, produciendo una perturbación que le puede quitar la paz.
Pero igual que lo tóxico necesita ser vencido mediante un antídoto, así también ese estado de agitación interior precisa de un contraveneno que lo expulse. Y aquí es donde aparece la noción de la soberanía de Dios. Una buena manera de definir algo es compararlo con su contrario. De este modo, descubrimos que dependiente, limitado y sometido, serían nociones opuestas a soberanía. Por lo tanto, lo soberano tiene que ser lo independiente, lo ilimitado y lo supremo. De hecho, la palabra soberanía procede de la latina super, que transmite la idea de lo supremo y elevado. Es decir, se trata de lo que está más alto o por encima de todo. Cuando esa idea la llevamos al ámbito del mando, del gobierno, entonces la soberanía significa la facultad absoluta de dominio y poder.
Al trasladar este razonamiento a Dios hay que concluir que la soberanía es la facultad que Dios tiene para disponer de todas las cosas conforme a su voluntad. Es una facultad intrínseca, sin la cual dejaría de ser Dios. Es decir, ser Dios y ser soberano son términos equivalentes.
La soberanía puede proceder de varias fuentes. Una puede ser la conquista, que otorga ese derecho al vencedor sobre el vencido. Otra puede ser la compra, que igualmente se lo confiere al comprador sobre lo comprado. Pero hay otra que es la autoría, por la que el autor tiene derecho de soberanía sobre su obra. De los tres casos mencionados, el último es el más completo, porque en los dos primeros se ejerce sobre entidades que ya existían anteriormente, pero en el de la autoría se trata de una soberanía que surge del hecho de que el autor le da la existencia a su obra, lo cual determina que la obra le debe todo a su hacedor. Pues bien, esta es la clase de soberanía que Dios tiene sobre todas las criaturas y que la Biblia no se cansa de proclamar.
Pero llegados a este punto surge la pregunta: ¿Puede Dios ejercer la soberanía sobre lo malo también? Porque parece que la existencia del mal es una negación de su soberanía, siendo evidente que el ejercicio de la misma sobre lo malo plantea impedimentos que no plantea ese mismo ejercicio sobre lo bueno, del mismo modo que es mucho más difícil tratar con un hijo rebelde que con uno obediente.
Sin embargo, la Biblia enseña claramente que la soberanía de Dios no está en peligro por la existencia de la maldad. Más bien, esa maldad está prevista y encaja dentro de los planes de Dios, que la usa, sin ser su autor, para su propio propósito. Eso requiere sabiduría del más alto grado, porque la intención de la maldad es precisamente destruir la soberanía de Dios. Dios levantó a Faraón para glorificarse por su medio. Su dureza de corazón, sin que él lo supiera, repercutió en el cumplimiento del designio de Dios. Un soberano contra otro soberano. Un soberano en la tierra contra el soberano en el cielo. Finalmente, el único y verdadero Soberano sometió al usurpador. La resistencia de Faraón a la soberanía de Dios en realidad la afirmó, en vez de menoscabarla. Hay, por tanto, un ordenamiento, un gobierno, que Dios hace de la maldad para sacar adelante su plan, lo cual ensalza su sabiduría y poder.
La enseñanza que se desprende de esa realidad es que lejos de estar a merced del último arrogante que se yergue para proclamar su propia soberanía, podemos descansar, aun en medio de la perturbación, sabiendo que no es suya la última palabra. Por consiguiente, las asechanzas que se ciernen sobre nuestro mundo o sobre nuestra nación no deben quitarnos la seguridad de que Dios está al mando y que incluso el impío y su actividad no quedan fuera de la facultad soberana de Dios, según está escrito: 'Todas las cosas ha hecho el Señor para sí mismo, y aun al impío para el día malo.' (Proverbios 16:4).
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