Cuando la muerte viene para llevarse a una madre, acaba con todo, con la rutina del hogar, con el contacto de los amigos del barrio y mucha felicidad que nunca se le podrá reclamar.
De aquél suceso que relataré a continuación, ocurrido en octubre de 1968, estas son las únicas noticias escritas que he podido rescatar. Aparece en la hemeroteca de Diario Sur de Málaga:
Mueren tres niñas tras el derrumbamiento de un colegio.
El día 17 de octubre, un derrumbamiento en el colegio de las Carmelitas en el Limonar provoca la muerte de tres niñas y numerosas heridas.
Y en ABC el 19 de octubre de 1968 aparece una crónica más extensa de la que he tomado algunos datos para precisar los hechos aquí.
Conozco a una de las supervivientes de aquél suceso. Ella es Carmen Vera o Carmelita, como la conocemos todos. Tenía ocho años y desde hacía cinco sabía lo que era sufrir por la pérdida de su madre. Su padre trabajaba en Suiza.
Era la más pequeña de los hermanos: Anitamari, Asunción, Pepito (ya fallecido), Antoñito y ella, Carmelita, la protagonista de esta historia de supervivencia, hoy madre de dos hijos y una hija y abuela de una nieta preciosa.
He aquí una parte de su historia antes de que aconteciera aquél accidente:
María, su madre, falleció en el 63, cuando Carmelita tenía unos tres años. En aquél tiempo las casas disponían de una sola habitación y la vida familiar estaba a la vista de todos. Parecíamos una sola familia ya que las puertas sólo se cerraban de noche.
Recuerdo que una tarde, al llegar de la escuela, mi madre me dijo: “Habla bajito porque María duerme”. Eso dijo porque no quería que yo sintiera aún el dolor de la muerte. Sin embargo, lo entendí. Lo entendí porque ningún otro día había visto a tantos vecinos velar así el sueño de María.
Oí que Pepa Cueto, una de las vecinas, le había puesto un espejo pequeño delante de la boca para ver si el vaho lo empañaba, pero no, no salía aliento de vida.
Las vecinas lloraban en silencio, resignadas, asumiendo la muerte como algo natural que forma parte de la vida. Apenas si había sitio para tanta gente en aquella pequeña habitación. Mi madre entraba y salía, estaba nerviosa. Me atreví a sentarme en el regazo de Pepa, que estaba situada a los pies del féretro. Mientras los cirios alumbraban el cuerpo inerte de María, una lágrima se precipitaba por su mejilla. Yo no sabía que aquellas eran velas de difuntos y me extrañaba tanto derroche de luz ya que éramos pobres y la lámpara del techo también estaba encendida.
A María no le importaban ya las luces porque hacía horas que tenía los ojos cerrados. Se los había cerrado Pepa. Me acuerdo de que yo también quería llorar, pero no podía. Tampoco sentí miedo de la muerte en ningún momento a pesar de mi corta edad.
Me acerqué a mi madre para preguntarle dónde estaban los niños, quería estar con ellos y jugar. Ella me contestó que la tía Carmen se los había llevado al cine para que no sufrieran. Aquello de ir al cine en un momento así me sonó raro, y me sumí en el silencio sin indagar más.
Llegó la hora de acostarme y al ver que mis amigos no regresaban, me quedé dormida.
Al día siguiente llegó José, su marido, desde Suiza, para asistir al entierro (los ricos tienen funerales, los pobres, entierros). A partir de esa fecha, algunos de mis amigos fueron internados en colegios para huérfanos y nunca volví a jugar con ellos.
Cuando la muerte viene para llevarse a una madre, acaba con todo, con la rutina del hogar, con el contacto de los amigos del barrio y mucha felicidad que nunca se le podrá reclamar. Estos hermanos nunca volvieron a dormir en aquella habitación. Para ellos, la puerta de la que había sido su casa se había cerrado para siempre. Fue su tía Carmen, una mujer ejemplar, la que cuidó de los cinco, ocupó el lugar de su hermana María e hizo de madre. Ella fue la que trabajó para ellos y la que dedicó su vida a estos pequeños además de cuidad de sus padres ya mayores. Carmen renunció a su vida personal en favor de su familia. Si hubiese alguna forma de reconocimiento al sacrificio anónimo de los pobres, ella sería la candidata perfecta.
Cuando hoy, volviendo a su pasado en el colegio de las Hermanas Carmelitas, le pregunto por el suceso me responde con claridad que de pequeña solía despertarse con mucha frecuencia para ir al baño, que esa madrugada se levantó como siempre y fue en ese preciso instante cuando el techo del dormitorio cayó sobre las camas de las internas, todas niñas pequeñas como ella, de entre tres y diez años. Muchas quedaron heridas y tres murieron. Gracias a sus gritos, ella dice que siempre ha sido muy gritona, acudieron tanto las monjas como gran parte de la vecindad de El Limonar. Su cama, junto con algunas más, fue hallada en el cauce del río Jabonero, cubierta por completo de cables eléctricos. Se cree que el accidente ocurrió debido a una gran explosión o debido a unas obras de edificación que se estaban produciendo, no se sabe bien. El accidente ocurrió sobre las 12:30 de la madrugada. Parecía que se trataba de un terremoto. El primer piso se desplomó en un momento. Ella, milagrosamente salió ilesa de aquél siniestro.
Carmelita asume con entereza lo dura que ha sido su vida desde que perdió a su madre y yo, con todo mi cariño, le digo en este escrito que es una mujer muy fuerte; que ha sobrevivido a muchas, muchísimas vicisitudes; que su vida es muy rica en experiencias y que siempre ha salido victoriosa de ellas. También le digo que el Señor se le ha estado manifestando desde hace ya mucho tiempo y le dice: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia”. (Jeremías 31:3)
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