Quizás no haya primado el cumplimiento del ritual, sino el deseo de gozarnos, alabar y escuchar la Palabra de una manera un tanto pasiva.
¿Formamos los grupos evangélicos comunidades contemplativas? ¿Hemos fomentado de alguna manera estas comunidades? No se suele hablar de místicos evangélicos, aunque los haya o haya habido. ¿Dónde están nuestros anacoretas o los que se retiran a los desiertos o a los conventos? Algunos me diréis: ¿Es acaso esto algo necesario? Yo volvería a preguntar: ¿Existen los anacoretas de la iglesia?
La historia nos dice que no hemos tenido grandes anacoretas, ni místicos ni separados a la contemplación desértica. Sin embargo, la pregunta sigue en pie: ¿Hemos sido los evangélicos comunidades contemplativas o, en su caso, grupos activos que viven la espiritualidad cristiana vinculada en el aquí y el ahora que nos ha tocado vivir y que nos manchamos las manos en los focos de pobreza o de conflicto?
No podemos afirmar que hayamos sido comunidades de mucha acción comprometida, quizás tampoco contemplativas. Entonces, ¿qué ha primado más en nuestras comunidades? Espero que no haya primado simplemente el cumplimiento del ritual sin que éste nos rete de una manera clara a ser ni místicos, ni anacoretas, ni personas de espiritualidad contemplativa, ni personas comprometidas de una manera seria en la acción en el mundo como agentes de liberación en medio de los pobres, de los oprimidos y de los que sufren. Quizás no haya primado el cumplimiento del ritual, sino el deseo de gozarnos, alabar y escuchar la Palabra de una manera un tanto pasiva.
De todas formas, sin ser anacoretas o personas que se retiran del mundo buscando la contemplación pasiva, si a los evangélicos nos pusieran en la disyuntiva de ser una comunidad contemplativa adoradora o ser una comunidad comprometida con la sociedad y con el hombre que sufre, yo creo que optaríamos por la contemplación que ora y adora. Quizás sea, simplemente, lo que nos han enseñado en nuestras comunidades como prioritario o único descompensando la balanza que pesa y analiza si el amor a Dios y el amor al prójimo lo tenemos en relación de semejanza.
¿Qué ha pasado con la acción que ha sido pospuesta por la contemplación o la búsqueda del goce religioso un tanto insolidario con el prójimo? Nuestra llamada a la proximidad y al compromiso de acción comprometida con los marginados y pobres de la historia, todavía la percibimos como una parte secundaria tanto en nuestro culto como en nuestra vivencia de la espiritualidad cristiana. Quizás esta sea la tragedia, si no el escándalo del cristianismo que estamos viviendo.
¿Por qué si el amor a Dios y el amor al hombre se ponen en relación de semejanza, lo prioritario ha sido siempre en el cristianismo la contemplación, el rito, la alabanza, el gozarse en el retiro que nos da las cuatro paredes del templo? ¿Somos acaso anacoretas de iglesia en lugar de anacoretas del desierto? En las teologías contemplativas que se dedican solamente al ritual y a la búsqueda del gozo cristiano de espaldas a los excluidos de la tierra, no se puede decir que el amor a Dios y el amor al prójimo estén configurados como semejantes. La pregunta de ¿“dónde está tu hermano”? interpretada desde el concepto de projimidad no está hoy entre las prioridades de una teología contemplativa, ritualista o de búsqueda de gozo que olvida que al entrar al ritual se nos dice en la Biblia que nos reconciliemos primero con nuestro prójimo… y esto supone mucha acción, mucha búsqueda de la justicia y mucha solidaridad con el hombre.
Quizás uno de los errores de la iglesia es que nos quiere situar más en el plano de lo divino que de lo humano, nos hace más soñar con la relación con los ángeles que con nuestros coetáneos que sufren… pero en la espiritualidad cristiana esto no es así. Hay que tener en cuenta que la vivencia de la espiritualidad cristiana no sólo nos acerca a la divinidad, sino que nos humaniza y nos hace acercarnos al hombre movidos a misericordia.
No deben existir los anacoretas del templo, tampoco los anacoretas del desierto, a no ser que imitemos al Maestro una retirada temporal para orar y luego volver con nuevas fuerzas a la arena de la realidad.
Si nos preguntáramos que dónde se desarrolla mejor nuestra fe o nuestra espiritualidad cristiana, si en la acción o en la contemplación, probablemente estuviéramos posicionándonos en un cuestionamiento falso. La vida de fe es integral y sólo a efectos didácticos separamos algunas cosas. El amor en acción y la fe son inseparables. No en vano dice el Apóstol Pablo que la fe obra por el amor, actúa por el amor, se mueve por el amor. Jesús fue muy humano, contemplativo, activo. La preocupación por el hombre, tanto para nuestro aquí y ahora como para el más allá, configuraba todo su mensaje y todos sus valores del Reino que emerge con la entrada de su figura a nuestro mundo.
La contemplación no tiene mayor poder de salvación que la acción ni viceversa. Nos hemos de acostumbrar a la vivencia de un Evangelio integral. Yo, a veces, me he preguntado en otros artículos u otras reflexiones si no es la acción la que da sentido a nuestro credo, a nuestra contemplación. Lo que no nos mueve en acción amorosa no tiene sentido, no es verdad. Quizás desde este punto de vista es desde el que se puede afirmar que sólo en la acción está la verdad. Lo que no nos mueve y nos convierte en manos tendidas de ayuda, carece de sentido. En esa inactividad insolidaria no hay ni sentido ni verdad.
Que no os preocupe que vuestra vida cristiana deba caminar en la línea del compromiso activo con los más débiles, despojados, oprimidos y explotados del mundo. Simplemente estáis siguiendo los pasos de Jesús, las sendas por las que anduvo el Maestro. Un privilegio para todos nosotros, sus seguidores, y un seguimiento que culminará en las palabras de Jesús: “Por mí lo hicisteis”.
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