La paz es algo más frágil de lo que nos parece y no hay ninguna garantía de que ese estado sea indefinido.
Una de las definiciones que puede hacerse de la guerra es que se trata de una interrupción de la paz. Según esta noción la paz sería lo normal y la guerra lo excepcional. Contemplada desde la perspectiva de alguien que ha vivido en una generación donde la guerra fue cosa de la generación pasada, la noción es correcta. Pero cuando se amplía más el lapso de tiempo, entonces comenzamos a darnos cuenta de que esa noción es corta de vista, debiendo ser modificada por otra que se ajuste más a una realidad de mayor alcance. Y de esta manera es como se llega a la conclusión de que habría que darle la vuelta a la definición y decir que la paz no es más que un intervalo entre guerras. Un intervalo que puede ser más o menos largo en el tiempo y más o menos extenso en la geografía, pero intervalo al fin y al cabo.
En algunos puntos específicos del planeta saben muy bien, tristemente, de la cotidianeidad de la guerra, alcanzándose como mucho treguas, ya sean tácticas o de conveniencia, que rompen la continuidad de la contienda, para, pasado un lapso de tiempo, volver otra vez al enfrentamiento. En las regiones en las que hemos pasado varias décadas sin ser asoladas por ese mal terrible que es la guerra, la propensión es pensar que dicho mal es propio de otros, de los que andan metidos todo el tiempo en conflictos de imposible solución, pero que, a fin de cuentas, nos pillan muy lejos y de los cuales nosotros estamos exentos.
Esto es lo que hemos estado pensando los europeos durante mucho tiempo. Como la II Guerra Mundial parece cosa remota y las penurias de la posguerra quedaron olvidadas en el pasado, hemos estado viviendo como si la paz que disfrutamos fuera cosa automática o mecánica, dando por hecho que una cosa semejante es un derecho, entre los muchos a los que nos hemos acostumbrado a dar por supuestos. Pero la paz es algo más frágil de lo que nos parece y no hay ninguna garantía de que ese estado sea indefinido.
Más bien, es fácil percibir lo contrario. Las amenazas que se vislumbran en el horizonte y que se van acercando, nos despiertan a la posibilidad real de que lo que pasó no hace tanto, puede volver a suceder de nuevo. Cuando el malestar, los miedos y las tensiones van en aumento, se convierten en terreno propicio para las semillas de la discordia, que primero se alojan en los corazones y después se manifiestan en las relaciones, al presentarse contingencias y tormentas no previstas que hacen zozobrar la nave, produciéndose la desbandada general al grito de sálvese quien pueda.
Y lo que es aplicable a Europa también lo es a España, donde parecía que la última guerra era algo de otra era, pero ahora resulta que la posibilidad de que vuelva a producirse no es ni mucho menos inverosímil. Las generaciones se suceden unas a otras y lo que era claro y diáfano para una ya no lo es para la siguiente. Nadie aprende de otros, y menos de los del pasado, porque cada cual se considera lo suficientemente sabio para no necesitar maestros. De ese modo, las palabras que un día se pronunciaron para renegar de la guerra y de las causas que la produjeron se ignoran o simplemente se desprecian, rebatiéndolas y refutándolas con multitud de argumentos sacados de la propia cosecha. Y así es como la paz se convierte en un escenario atrapado entre guerras, la pasada y la que viene.
Todos los intentos humanos y humanistas de conjurar definitivamente la guerra, a cualquier escala, están condenados al fracaso, teniendo que conformarnos con que el intervalo entre guerras sea lo más extenso posible en el tiempo y en la geografía. Es lo máximo a lo que podemos aspirar, habida cuenta de la maldad e insensatez que anidan en el corazón del hombre, hasta que vuelva a esta tierra el Príncipe de Paz.
Las guerras ya empiezan con las palabras, porque como dijo un sabio de la antigüedad: 'Hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada.'i Y en otro lugar afirmó: 'La palabra áspera hace subir el furor.'ii Y así, la espiral verbal se retroalimenta y se llena de razones, traspasándose límites de los cuales, una vez cruzados, ya no existe posibilidad de retroceso.
El mundo actual es una caldera a presión y ya se aprecian señales, aquí y allá, de que esto acabará por estallar. La pregunta no es si habrá guerra, sino cuándo se producirá. Todo un contundente y patético testimonio de la condición humana. Si Dios quiere tener misericordia de nosotros, y la misericordia es algo que no le podemos reclamar ni exigir sino sólo rogar, puede que el plazo de tregua lo amplíe, para lo cual es necesario un profundo cambio por nuestra parte, porque una de las causas de los tambores de guerra que suenan es nuestro pecado.
i Proverbios 12:18
ii Proverbios 15:1
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