Tenemos un padre que cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados reclamó nuestros huesos porque sabía que con el soplo de su aliento nos volvería a dar vida.
La mano del Señor vino sobre mí, y me sacó en el Espíritu del Señor, y me puso en medio del valle que estaba lleno de huesos. Y El me hizo pasar en derredor de ellos, y he aquí, eran muchísimos sobre la superficie del valle; y he aquí, estaban muy secos. Y El me dijo: Hijo de hombre, ¿vivirán estos huesos? Y yo respondí: Señor Dios, tú lo sabes. Ez 37:1-2
La película “El maestro del agua” está ambientada cuatro años después de la devastadora batalla de Gallipoli, año 1915, en Turquía, un país inmerso en plena Primera Guerra Mundial. Cuenta la aventura de un granjero australiano Connor que viaja a Estambul para descubrir qué ha pasado con sus tres hijos, todos declarados desaparecidos en combate.
Viaja hasta allí con el único deseo de encontrar los restos de sus hijos muertos.
En una escena de la película este hombre comienza a tener problemas, pues no le permiten llevar a cabo la acción de búsqueda. Un oficial comenta:
- ¿Por qué cambiar todo por un padre que no se está quieto?
A lo que otro le responde:
- Porque es el único padre que ha venido a buscar los restos de sus hijos.
Cuán bienaventurados somos al tener un Padre que reclamó lo suyo.
Un padre que abandona las 99 ovejas y busca la que se ha perdido.
Un padre que barre concienzudamente la casa para encontrar esa moneda extraviada.
Un padre que sale cada día a la puerta con el deseo de volver a ver al hijo pródigo.
Tenemos un padre que cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados reclamó nuestros huesos porque sabía que con el soplo de su aliento nos volvería a dar vida.
Él reclamó lo suyo, aquello que tanto ama. Lo exigió derramando su sangre.
¡Qué bueno saberse querida por él!
Percibir que antes de que yo me sintiera observada ya él había reparado en mí, me había visto.
Él escoge a los invisibles de este mundo para hacerlos brillar. Él rescata del hoyo vidas desahuciadas y las corona de favores y misericordia.
Él se atavía de fidelidad y derrama su gracia cada día sobre nosotros.
Sólo Él sabía que nuestros huesos secos volverían a vivir. Por Él dejamos de ser parte de un valle donde se amontonaban fríos y carentes de esperanza, para ser llenos de vida.
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