JJOO de México: del sueño del oro a pesadilla

Tommie Smith ganó la medalla de oro en los 200 m atletismo, el 16 de Octubre de 1968, en los Juegos Olímpicos de México. En la entrega de medallas, él y el atleta que logró la medalla de bronce, John Carlos, levantaron sus puños en sendos guantes negros e inclinaron sus cabezas mientras el himno de USA estaba sonando. Era una manera de reclamar atención sobre lo que estaba pasando con la población negra.

Martin Luther King había sido asesinado pocos meses antes (el 4-4-68), y ellos querían que el pueblo negro tuviese los mismos derechos que los blancos, lo que les llevó a efectuar su protesta.

No fueron héroes, más bien al contrario, su sueño se convirtió en pesadilla, y casi no pudieron volver a correr (a pesar de tener varios records mundiales) como consecuencia de ese gesto.

Los quitaron del equipo y los expulsaron de la villa olímpica. Dense, la mujer de Tommie, se divorció de él, y tuvo que trabajar lavando coches. Diez años más tarde un colegio universitario en Santa Mónica lo contrató como entrenador, y pudo volver a la vida “normal”.

Ese gesto “reivindicativo” destruyó su vida, pero seguro que ayudó a que la gente se diese cuenta que el problema racial existía en muchos lugares del mundo.

Muy pocos años después, el gran tenista de color Arthur Ashe, una vez infectado de SIDA en una transfusión de sangre, decía: “Muy doloroso es saber que tengo este horrible mal, pero mucho más lo ha sido el rechazo que he soportado toda mi vida por el color de mi piel”.

Muchas personas han sufrido los desprecios de los demás, simplemente por no ser blancos, por vivir en otra cultura, o por ser diferentes. Es difícil aprender y reconocer que todos tenemos el mismo valor para Dios, y nadie tiene ningún derecho sobre los demás.

Vivimos muchas veces, alimentando el odio y rechazando a otros porque no son como nosotros. No somos capaces de aprender a amar las diferencias y a reconocer que Dios es muy sabio cuando creó a cada uno como es. Todos nos necesitamos. Todos debemos mirar a los demás como Dios nos ve a nosotros.

Todos tenemos que aprender que cada uno es único / a y que NUNCA debemos despreciar a los otros.

Cuando la Biblia quiere explicar lo que es la Iglesia, utiliza el símbolo de un cuerpo. Y nos dice que nadie sobra en ese cuerpo, que Dios nos ha puesto a cada uno de tal manera que lo que somos y hacemos “perfecciona” el mismo cuerpo.

Ahí no hay diferencias. El cuerpo está bien concertado cuando todos estamos en nuestro lugar, cuando todos nos amamos... cuando todos reconocemos que quizás el otro es más importante que nosotros mismos.