El Reino vs. la religión (V): Evangelio de Marcos 3: 1-6. Jesús y el hombre de la mano seca.
En la última entrega del Evangelio de Marcos tuvimos ocasión de ver cómo Jesús relativizaba la cuestión del shabbat cuando se enfrentaba con la necesidad del ser humano.
El que se extremara el cumplimiento de una norma religiosa hasta el punto de corromper su finalidad inicial y de esclavizar a las personas resulta totalmente intolerable en el Reino. El shabbat fue dado para que se pudiera descansar del trabajo y adorar a Dios alegremente no para que se transformara en una losa pesada descargada sobre los hombros de los infelices.
Menos aún es tolerable el valerse de la norma religiosa para impedir hacer el bien. En este caso, el episodio se desarrolló en una sinagoga.
Como era habitual en Jesús –fiel judío a fin de cuentas– en sábado acudió a la sinagoga y allí encontró a un hombre que tenía una mano seca.
Que el drama se mascaba en el ambiente se puede deducir del hecho de que había quien estaba al acecho para ver qué haría Jesús (3: 2). En otras palabras, lo interesante no era comprobar lo que podía decir o hacer Jesús y a partir de ahí extraer unas u otras conclusiones. Jesús ya estaba condenado a los ojos de los que tenían un prejuicio arraigado y tan sólo andaban a la busca de que Jesús hiciera algo que les permitiera lanzar gritos al aire porque había confirmado la condena que previamente habían emitido.
He tenido ocasión de contemplar esa actitud muchas veces a lo largo de mi vida. Ciertas personas no preguntan, indagan o discuten en busca de la verdad o de un esclarecimiento. Simplemente, tienden celadas para que los pies del otro se enreden y caigan. Entonces podrán, regocijados, señalar que lo que ellos sospechaban era cierto.
A algunas personas esas situaciones les paralizan llevándolas a intentar suavizar su mensaje o a intentar no causar ofensa a los que ya parten de sentirse ofendidos. No era como actuaba Jesús.
Jesús pidió al hombre de la mano seca que se colocara en medio de todos (3: 3) y luego formuló una pregunta: ¿en sábado que era lo lícito, hacer el bien o hacer el mal; salvar la vida o quitarla?
La pregunta apuntaba al centro de la llaga y no puede sorprender que sólo recibiera el silencio. Si respondían que lo lícito era hacer el bien, tendrían que reconocer que Jesús podía sanar a aquel hombre y si respondían que no… bueno, ya habían escuchado que Jesús argumentaba con brillantez aquello de que el hombre no había sido hecho para el shabbat.
Optaron, pues, por guardar silencio.
La reacción de Jesús fue de indignación y tristeza (3: 5). Ambos sentimientos desde los griegos parecen intolerables en algo que se acerque a la Divinidad, pero resultan más que comprensibles.
Determinadas conductas sólo pueden provocar la indignación y la pesadumbre. Ante nuestros ojos se extiende el dolor, el sufrimiento, la esclavitud y, a la vez, el prejuicio religioso –la dureza de corazón dice Marcos– impide que se remedie cualquiera de esas situaciones.
¡Qué lejos está esa visión del Reino de Dios predicado por Jesús! No sorprende que Jesús ordenara al hombre que extendiera la mano (4: 5) y que aquel quedara curado. Al final, lo importante es en el Reino el remediar el sufrimiento y no el levantar muros en los que queden recluidas las personas.
Las acciones de ese tipo no son, sin embargo, la mejor garantía para la popularidad. De hecho, suelen ser el camino directo para el odio de aquellos que se benefician de la existencia de cadenas religiosas.
Es conocida la conversación entre Erasmo de Rotterdam y Carlos V a propósito de Lutero. El emperador deseaba saber la opinión del humanista acerca de lo que había escrito el monje alemán.
La respuesta de Erasmo –sincera y cínica a la vez– fue que Lutero, ciertamente, tenía la razón en lo que decía, pero que había cometido dos errores: atacar la tiara de los prelados y la panza de los frailes. Erasmo conocía lo suficientemente bien las Escrituras como para saber que Lutero acertaba en su visión, pero, a la vez, consideraba que había sido lo suficientemente ingenuo como para no percatarse de que aquella visión significaba el final de un sistema gigantesco de poder ilimitado y de lucro fabuloso.
Al actuar así, había puesto en peligro su vida. Salvando las distancias, no otra cosa sucedió con Jesús.
Tras aquel episodio (3: 6), fariseos y herodianos llegaron a la conclusión de que Jesús debía ser eliminado. Se mirara como se mirara, un personaje que predicaba el Reino y que dejaba de manifiesto cómo colisionaba con la religión organizada era un peligro.
Aquel Reino dejaba al desnudo la verdadera naturaleza de otros reinos y, por añadidura, la realidad inquietante de la religión. Sí, había que acabar con él.
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