Pese al racionalismo, al subjetivismo, al relativismo y al confusionismo, la verdad, tal como el cristianismo enseña, sí existe.
Durante siglos el cristianismo había enseñado la existencia de la verdad, que procedía de la revelación de Dios, afirmando que tal verdad era absoluta y objetiva. Pero en el siglo XVIII la Ilustración efectuó un desplazamiento, no en cuanto a la existencia de la verdad misma, sino en cuanto a su origen.
Este movimiento filosófico estableció que el origen de la verdad no estaba en la revelación de Dios sino en la razón humana. Ciertamente existía la verdad absoluta y objetiva, pero su fuente estaba en el hombre y no en Dios, como el cristianismo había enseñado. La razón era el criterio definitivo para fijar la verdad y todo lo que no se ajustara a ella había que desecharlo como superstición y error. Esa verdad objetiva razonable era aplicable a cualquier aspecto de la existencia humana, ya fuera religioso, social, ético, político, artístico, etc. A partir de ahora se abría una nueva era para la humanidad, libre ya de los cuentos clericales y eclesiásticos.
Sin embargo, pronto se comprobó que el racionalismo del Siglo de las Luces era un sistema estrecho, que dejaba fuera de lugar facetas vitales de la vida y experiencia humana. Y así fue como tomó fuerza el Romanticismo del siglo XIX, con su énfasis en el sentimiento y la libertad personal, sin ataduras convencionales, ni siquiera racionales. Era preciso salir de la sofocante atmósfera que el racionalismo había introducido y buscar nuevas vías de conocimiento y experimentación, descubriendo campos inexplorados, en los que lo subjetivo era primordial. Lo misterioso, desconocido e innovador eran la apuesta del romanticismo, cuyos promotores se lanzaron entusiásticamente en la nueva senda emprendida. Enterraron la definición de la Ilustración de que la verdad absoluta reside en la razón humana y anunciaron al mundo el postulado romántico de que la verdad es subjetiva e individual. A rey muerto rey puesto.
Los movimientos de protesta de las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX, contrarios al principio de autoridad en cualquier orden de la vida, fueron más allá y sentaron la base de que la verdad no sólo es subjetiva sino también relativa. Lo que en el siglo XIX fue cosa de poetas, pintores, músicos y filósofos, en el siglo XX se convirtió en algo generalizado en las nuevas generaciones, para las cuales el relativismo era la brújula que marcaba el nuevo rumbo en todas las tendencias. Cualquier creencia tenía, de por sí, un valor relativo, no pudiendo ninguna erigirse en valor supremo. Por eso, el budismo, el animismo o el cristianismo estaban en pie de igualdad, al ser todos relativos.
Finalmente, el relativismo del siglo XX acabó dando a luz el postmodernismo del siglo XXI, que niega rotundamente la existencia de la verdad objetiva y absoluta. No existe en ninguna esfera, sea ética, religiosa, estética, política o social. Esta rimbombante palabra, postmodernismo, que ahora está de moda y que se usa con profusión, aunque muchos no sepan a ciencia cierta qué significa, se ha convertido en la enseña ideológica de Occidente. Examinada gramaticalmente no dice nada, porque nos retrotrae a otra palabra, modernismo, la cual habría que definir a su vez. Pero por sus resultados, sería más clarificador despojar al término de su pomposa apariencia y reducirlo a términos más familiares; de esta manera bien podría ser denominado confusionismo, por la confusión que acarrea. Pero como el vocablo postmodernismo es un neologismo que alguien inventó, se me permitirá que yo proponga, aunque tenga que dar alguna patada al diccionario, algún otro neologismo sinónimo de postmodernismo. Y así se podría emplear el de babelismo, porque evoca el galimatías de Babel, el de marañismo, por la maraña y enredo que genera, o el de laberintismo, por el laberinto en el que mete a cualquiera que allí se adentra.
La conclusión a la que nos lleva el confusionismo del postmodernismo es devastadora, porque si es cierto que la verdad objetiva no existe, entonces quiere decir que estamos a merced, en el mejor de los casos, de medias verdades, y en el peor, de la mentira, lo cual es la alternativa más negadora, pesimista y desesperada que haya habido jamás. ¿Qué se puede construir con un ladrillo de esas características? ¿Qué proyecto o qué estructura va a edificarse con semejante material? ¿Hay algo sólido y duradero que pueda fundarse sobre medias verdades o sobre la mentira? ¿Podrá un matrimonio, una familia o una sociedad sobrevivir basados en eso? ¿Puede alguna comunidad extensiva de convivencia, que se llama nación, salir adelante con tales supuestos? Las medias verdades y la mentira son, por definición, material de desecho.
Pero no es necesario caer en la desesperación ni en el seguimiento ciego de la insensata bandera que en Occidente se ha hecho hegemónica. Porque, pese al racionalismo, al subjetivismo, al relativismo y al confusionismo, la verdad, tal como el cristianismo enseña, sí existe. Su fundador lo dejó patente, cuando, en aquella oración que hizo al Padre, afirmó: 'Tu palabra es verdad.'i. Una verdad absoluta y objetiva en la que se puede confiar y sobre la que se puede edificar.
i Juan 17:17
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