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La máquina del tiempo

Hay un acto que supone un retroceso en el tiempo, como si dijéramos una máquina del tiempo que nos retrotrae a lo que aconteció hace casi dos mil años. Ese acto es el bautismo.

CLAVES AUTOR Wenceslao Calvo 15 DE JULIO DE 2015 18:30 h

Entre los grandes sueños que los seres humanos tenemos se encuentra el de poder retroceder en el tiempo, no sólo para introducirnos en otra época que nos fascina y así poder conocerla de primera mano, sino sobre todo para poder enmendar los errores que hayamos podido cometer en el pasado y que nos están pasando factura en el presente. Algunos autores de novelas han imaginado en sus obras esa posibilidad, al concebir una máquina, la máquina del tiempo, que nos permita trasladarnos a determinada fecha pretérita. También el cine se ha encargado de plasmar tal sueño, amplificando, con sus efectos especiales visuales, la idea propuesta por escrito. ¡Cómo nos gustaría que algo así pudiera hacerse realidad, dándonos una nueva oportunidad de rehacer y cambiar decisiones desastrosas que nos han marcado, hechos o palabras que nos han condicionado, errores y desatinos que nos han trastocado!



Pero desgraciadamente esa posibilidad pertenece al ámbito de la fantasía, porque el único acceso que tenemos al pasado es por medio del recuerdo. Y el recuerdo no cambia el pasado, sólo lo evoca, convirtiéndose tal recuerdo en fuente de tormento.



Sin embargo, hay un acto que supone un retroceso en el tiempo, como si dijéramos una máquina del tiempo que nos retrotrae a lo que aconteció hace casi dos mil años, haciéndonos partícipes de dos hechos trascendentales que ocurrieron entonces. Por medio del mismo se cierra inexorablemente toda una etapa y se abre otra totalmente nueva, con todas las consecuencias que eso conlleva. Ese acto es el bautismo.



'Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva.' (Romanos 6:4). De esta manera es como explica el apóstol Pablo el significado de ese acto de iniciación cristiana y, al hacerlo, lo pone en términos de un retroceso en el tiempo, no para ser meros espectadores de un suceso, sino para ser participantes del mismo.



El suceso en cuestión es doble, la muerte y resurrección de Cristo, que tiene dos características esenciales, como son su historicidad y su carácter absoluto. Esa muerte y esa resurrección no pertenecen al reino de la imaginación ni de la fábula, sino que son acontecimientos que sucedieron, habiendo testigos oculares de los dos, tanto del primero como del segundo. Del primero fueron testigos sus enemigos y sus descorazonados partidarios. Del segundo lo fueron esos mismos partidarios, que eran escépticos e incrédulos sobre la resurrección, antes de ser convertidos en persuadidos testigos. No estamos, pues, ante fáciles testigos de la resurrección, proclives a serlo, sino en renuentes a serlo. Pero la fuerza incuestionable de la resurrección fue tal, que todos sus argumentos en contra se desvanecieron ante la contundente realidad que estaba frente a ellos.



Lo absoluto de la muerte es obvio, porque pone fin a todo lo que antes ha sido. Es un punto y final. No es un punto y seguido ni un punto y coma; tampoco unos puntos suspensivos. Con ella, todo lo que fue ya no es. Igual de absoluta es la resurrección, porque es el arranque, el comienzo interminable de algo totalmente nuevo.



Pero además de ser hechos históricos y absolutos, la muerte y resurrección de Cristo son portadoras de un propósito que no acaba en Cristo solo. Porque su muerte supone la cancelación de la culpa por el pecado. Es decir, el problema sin solución que teníamos ante Dios, ha sido removido porque esa muerte satisface la justicia de Dios, que exige castigo por el pecado. Y su resurrección es la acreditación inequívoca de que la muerte de Cristo ha efectuado verdaderamente la propiciación de Dios. Una acreditación que viene de parte de Dios mismo, para que no alberguemos ninguna duda sobre la eficacia de esa muerte.



A todo eso, que sucedió hace casi dos mil años, somos trasladados hacia atrás en el tiempo mediante el bautismo, por el cual la persona bautizada queda unida, incorporada, a Cristo, siendo partícipe de su muerte y su resurrección. El bautismo tiene la capacidad de retrotraernos hasta entonces, para que pueda hacerse posible lo imposible: La vuelta atrás, para empezar de nuevo, de forma nueva, con un poder nuevo, que inaugura un futuro nuevo.



Pero para que nadie imagine que se trata solamente de un acto externo, de una simple ceremonia, es preciso añadir que el bautismo ha de tener un contenido vital. Ese contenido es la fe en Jesucristo y el arrepentimiento para con Dios. Fe en Jesucristo significa confianza en él y en su obra salvadora. Arrepentimiento es la vuelta a Dios, dando la espalda al pecado.



Sí, hay una "máquina" del tiempo que nos permite retroceder y empezar de nuevo. Retroceder hasta la muerte de Cristo, que acaba con lo viejo, para empezar de nuevo con su resurrección. Esa "máquina" se llama bautismo.


 

 


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