De poco valen los esfuerzos por plasmar códigos éticos, legales o sociales, si no somos capaces de cambiar a la persona.
¿Qué habría que hacer para que la legalidad funcionara de forma correcta y justa? Se hacen esfuerzos y más esfuerzos por crear estructuras legales de todo tipo que, en tantos casos, nos conducen a fallos y fracasos. Conformamos estructuras legales escritas que parecen buenas y ajustadas para fomentar la justicia social, pero ésta no llega a la humanidad. Se hacen y estructuran códigos de conducta para regir las relaciones humanas buscando mayor cordura e igualdad. La policía y todas las fuerzas de seguridad del estado trabajan sin cesar atajando delitos y violencias, pero todo sigue fallando. ¿Qué hay que hacer? ¿Qué complementos humanos tenemos que buscar para que la legalidad funcione de forma correcta y natural?
Los Derechos humanos son preciosos, pero se conculcan continuamente. Tienen un valor incalculable, pero se pisotean diariamente. Es la tragedia del hombre que no consigue una humanidad que realmente sea humana en su más amplio sentido. ¿Es ese, acaso, el destino de la humanidad?
Ahora una pregunta en relación con el mundo que se nos relata en la Biblia: ¿No está el mundo bíblico, fundamentalmente en el Antiguo Testamento, lleno de códigos que querían regular todo su mundo en busca de justicia y amor entre los hombres y el propio pueblo de Israel incumplía una y otra vez esas normas escritas que mostraban grandes exigencias para un mundo justo e igualitario? Parece que el mundo está condenado a no cambiar, a seguir conculcando tanto las normas de Dios como las de los hombres. Es como si la policía, las leyes, los fiscales, la justicia social y la justicia en general estuvieran continuamente fallando. ¡Terrible tragedia para el género humano!
La pregunta sigue sonando: ¿Qué hacer? ¿Cómo actuar? ¿Cómo programar y estructurar nuestros códigos legales? ¿Qué complementos se les pueden dar? ¿Podemos confiar en nuestra policía y en nuestros jueces como elementos pacificadores? Sólo hay una fórmula que, quizás, me diréis que también está condenada al fracaso en el que se desenvuelve la vida de los humanos.
Esta sería la necesaria fórmula: Que a la preparación de códigos, normas y derechos fundamentales del hombre y que al trabajo de la policía y los jueces le acompañe siempre un trabajo serio para que también haya cambios personales, una ética social universal asumida por todos con seriedad que transforme vidas. Y ahí se nos demanda nuestra acción como creyentes. Sería que ayudando a esta fórmula fuéramos capaces de la difusión de un Evangelio comprometido que cambie los corazones de los hombres, la difusión de un concepto de projimidad en línea con el que nos trajo Jesús mismo, convertir los corazones de piedra en corazones de carne, en corazones limpios que se han dejado lavar por el hisopo divino. ¿Creéis que no tenemos poder para ello? ¿No sabéis que el Señor es el que nos empoderar, el que nos da tanto las fuerzas como su gracia y sabiduría? Quizás es que no tenemos una vivencia de la espiritualidad cristiana que nos llena del poder del Señor.
No, no, no. No os esforcéis en plasmar códigos y códigos si olvidáis el trabajar en el cambio del propio ser humano. De poco valen los esfuerzos por plasmar códigos éticos, legales o sociales, si no somos capaces de cambiar a la persona. Pensad en los profetas que no hacían códigos legales, sino que su función era el intento de cambiar a las personas denunciando tanto los abusos de los poderosos como siendo voceros que proclamaban una mayor justicia social.
No nos engañemos: De poco vale la justicia escrita, aún apoyada por la fuerza de los cuerpos policiales o las fuerzas de seguridad de los diferentes estados, si no se trabaja simultáneamente en los cambios internos necesarios en las personas. Hay que evangelizar la cultura intentando que el corazón del hombre capte la idea de conversión, de cambio radical. Hay que predicar el amor.
¿Qué hizo Jesús? Predicar una ley del amor que debería leudar toda la masa de códigos legales humanos. Se sintió libre con respecto a la norma escrita y puso el amor como la culminación de la ley. Por eso, la ley humana incapaz de conseguir que muchos vayan trabajando en los cambios personales, se queda en algo formal, simplemente estético que sólo puede ser apoyada por las violencias policiales que no conseguirán nunca un mundo nuevo.
No, no, no. El cristiano no es el que se rige por la serie de normativas, por una ética del cumplimiento bíblico. El cristiano es el que es una nueva persona con la obligación de ser un agente de liberación de los demás a los que tiene que transmitir esta novedad de vida. Es el que expande la ley del amor sabiendo que es la única manera de conseguir que se cumpla el resto de los códigos legales, tanto del mundo bíblico, como de nuestro mundo secular.
No hay ninguna duda. El hombre, además de códigos escritos apoyados por fuerzas policiales, necesita cambios interiores. ¿Entenderá el hombre de hoy el concepto paulino de morir al hombre viejo y nacer al nuevo? Pues si no se entiende este concepto y, más aún, no se hace realidad en las vidas de los hombres, las sociedades seguirán sufriendo y fallando apoyándose en códigos legales que no solucionan mucho. Hasta los Derechos Humanos se pueden quedar en algo meramente formal, estético y código de buenas intenciones condenadas al fracaso.
Los cristianos deberían ser las personas habilitadas para esta ardua tarea de cambiar al hombre. Tienen los valores adecuados y suficientes para hacerlo. Sólo falta que estos valores, los valores del Reino y los valores bíblicos en general, se hagan vida en todos nosotros los que creemos y decimos ser discípulos de Jesús de Nazaret. Si los cristianos tampoco ponemos en práctica ese amor que decimos haber recibido de Dios, el reino de Dios y su justicia se alejará y la auténtica justicia brillará por su ausencia.
Cristianos del mundo: Tomemos conciencia de nuestra responsabilidad como hombres cambiados y que, habiendo muerto al viejo hombre, resurgen como hombres nuevos en medio de la historia, como vivos entre los muertos con poder para producir cambios internos en las personas. Es entonces cuando seremos un fuerte fermento de transformación. Si no, deberíamos replantearnos nuestra fe y nuestra vivencia de la espiritualidad cristiana.
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