Al negar a Dios nos hallamos ante un fenómeno de sustitución. El francés Pascal decía que el incrédulo es el que más cree.
Estimada señora:
En su día leí la entrevista que le hizo la periodista Esther Alvarado para el diario EL MUNDO. Me gustaron las preguntas de ella y las respuestas de usted. Me detuve en el párrafo donde la entrevistadora le pregunta por su relación con lo sagrado. Da la impresión que la pregunta no le sorprendió. Presumo que debe estar acostumbrada a que otros inquieran sobre algo tan íntimo como es la conciencia religiosa. Su respuesta es lo que motiva este escrito. Dice usted: “Hay una necesidad de lo sagrado. Siempre he deseado o necesitado creer en Dios, aún a sabiendas de que Dios no existe”.
Antes de seguir adelante me considero obligado a presentarla. He investigado para conocer datos esenciales de su biografía y he quedado impresionado. Su curriculum daría para muchas páginas. Es usted escritora, directora de escena y actriz muy premiada, destacando dos premios: el Nacional de Literatura Dramática y el León de Plata de la Bienal de Teatro de Venecia 2013. También leo que fue usted bautizada por el rito católico en la misma pila que el pintor Salvador Dali y que su nombre y primer apellido es Angélica González. Liddell lo tomó de Alicia Liddell, inspiración del escritor Lewis Carroll para su obra ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS.
Soy consciente de que estoy ante una lumbrera del pensamiento, una mujer de pureza intelectual.
Su razón le dicta una gran verdad: cuando usted dice que “hay una necesidad de lo sagrado”. En efecto. Lo sagrado es la explicación del destino humano. El gran Tolstoi dejó escritas estas palabras: el hombre puede ignorar tener una religión, como puede ignorar tener un corazón, pero sin religión (sin lo sagrado) como sin corazón, no puede existir”.
Se existe, sí, pero como usted, con suspiros de nostalgia que rompen las nubes, con lamentos que brotan de un corazón vacío y que nada ni nadie puede consolar.
¿Está usted segura de que Dios no existe? ¿A quién ponemos en su lugar, al azar, a la evolución de los organismos, a los fríos dictados de la razón, a la ciencia que dice, se desdice, vuelve a decir, vuelve a desdecir y así hasta lo infinito de las contradicciones? ¿Quitamos a Dios y ponemos en su lugar a Darwin, al orangután o a la materia que acaba en la tumba? Señora Liddell, ¿rompemos las primeras páginas del Génesis y nos quedamos con EL ORIGEN DEL HOMBRE? ¿Enterramos a Moisés y resucitamos a Leclere de Buffón, a Erasmus Darwin, a Jean-Baptiste Lamarck y a Charles R. Darwin, padres todos ellos de la teoría de la evolución, según la cual descendemos de un “cuadrúpedo peludo, provisto de cola y de orejas aguzadas, probablemente de costumbres arbóreas y que habitaba en el antiguo continente… a su vez, este simioide, como todos los vertebrados, debe de remontarse, en su origen primero, a un animal acuático semejante a la Ascidia, hoja en forma de urna de mar”, según escribió Darwin en su libro de 1871 ORIGEN DEL HOMBRE Y SELECCIÓN EN RELACIÓN CON EL SEXO?
Piense en las alternativas: ¿le exige más fe creer que usted tiene por padre a Dios que aceptar que sus antecesores, en el origen de los mundos, fueron un marisco marino o un mono orangután?
Al negar la existencia de Dios usted da un salto quizá demasiado acrobático de la creencia a la increencia. Del Dios Eterno a la negación de Éste. Pero ¿qué le queda a usted después de la negación? La nada absoluta, el vacío sin orillas.
Al negar a Dios nos hallamos ante un fenómeno de sustitución. El francés Pascal decía que el incrédulo es el que más cree. Desalojado el Dios absoluto se entroniza cualquier otro absoluto que centre la vida. En su caso puede ser el cine, el teatro, la escritura. O puede ser el dios dinero, el dios modernidad, el dios sexo, el dios comodidad, el dios ateísmo, el dios materialismo, el dios ciencia, el dios despreocupación, poco importa. Destronamos a Dios, lo jubilamos por viejo, ¿y qué nos queda, señora Liddell? ¿Ese terror al vacío que usted dice experimentar cada vez que entra a una sala de ensayo? Suprimimos a Dios y el mundo queda convertido en un vacío desolador; nos hallamos irremediablemente perdidos, condenados a desaparecer definitivamente en las entrañas de la tierra. La vida, entonces, sería como una sala de espera en una estación en la que jamás llega tren alguno.
Como lo plantea el teólogo alemán Heinz Zahrnt, la existencia del ser humano viene determinada fundamentalmente por el hecho de que está entre el mundo y Dios. No es persona sin el mundo, pero tampoco es persona sin Dios. Está en el mundo, pero es de Dios. El verdadero y difícil problema es el que evidencian sus palabras a la periodista Esther Alvarado: encontrar la relación entre el mundo que usted vive y el mundo en el que Dios se mueve.
Estoy convencido de que usted, eminencia en el arte escénico, conoce una de las obras teatrales más dramáticas del siglo pasado, ESPERANDO A GODOT, del irlandés afincado en Paris Samuel Beckett.
God, en inglés, es Dios. Por otro lado, “go” es, en el idioma original de Beckett, verbo intransitivo que significa ir, moverse, perseguir. La obra de Beckett es la historia de la humanidad errante. Dios, al que se espera y nunca llega, está latente, aunque invisible, en los diálogos de Vladimir, Estragón y Pozo. En los instantes finales de la obra Vladimir dice:
-Nos ahorcaremos mañana, a menos que venga Godot.
-¿Y si viene?, pregunta Estragón.
-Nos habremos salvado, responde Vladimir.
La salvación del mundo, la de usted, la mía, la de los siete mil millones de seres que poblamos la tierra, está en la llegada de Dios a nuestros corazones.
“Siempre he deseado o necesitado creer en Dios”, confiesa usted. ¿Tan difícil le resulta? Quiero pensar que ha leído la Biblia. Pero ¿lo ha hecho atentamente, buscando en ella respuestas a sus dudas? ¿Se ha parado usted a pensar que renunciar a creer en Dios y en una vida tras la muerte quita todo valor y todo sentido a la vida humana? Dios es infinito, igualmente hay caminos infinitos para llegar a Él. Si su ateísmo no es químicamente puro, si su alma se debate en la duda, entre creer o no creer, sólo me queda pedirle que imite la actitud de aquél padre que ante un milagro de Jesús, confesó: “Creo, ayuda mi incredulidad”.
Con mis respetos,
Juan Antonio Monroy
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