¡No hay problema!

Canal+ ofreció una serie llamada El partido del siglo en la que se expusieron las historias de los once mejores jugadores europeos y americanos de la historia. Uno de ellos fue el alemán Breitner, campeón del mundo con su selección en el año 1974 y campeón de Europa con el Bayern de Múnich. Breitner había llegado al club alemán en 1970 y jugaba en el medio campo. Durante las primeras semanas se lesionaron los dos laterales izquierdos, así que el entrenador le preguntó: «¿Estás acostumbrado a jugar ahí, puedes hacerlo?», y él contestó: «¡Claro! ¡No hay problema!». Más tarde reconoció que no había jugado en esa posición en toda su vida, ¡pero llegó a ser el mejor del mundo en ese puesto!

Querer hacer nuestro trabajo bien es un regalo de Dios. Él hace todo bueno, y bueno en gran manera. El deseo que a veces tenemos de llegar a hacer algo de una manera perfecta (aunque sabemos que es imposible) tampoco es malo. En cualquier trabajo que estemos haciendo, cualquier arte, o incluso en la competición deportiva en la que estés en este momento, intentar dar el máximo y buscar la excelencia es lo que Dios haría en nuestro lugar. Solo hay una diferencia: él es perfecto, pero nosotros no. Él vive en la perfección, nosotros debemos perseguir la excelencia.

Los problemas aparecen en nuestra vida (no solo al hablar de deporte) cuando queremos competir simplemente para hacer algo mejor que otra persona y con nuestro orgullo como única motivación. Esa es la puerta de entrada a la arrogancia y la vanidad. Queremos que se nos señale como mejores y superiores. No nos preocupa, simplemente, hacer bien nuestro trabajo. Estamos hablando lisa y llanamente de un comportamiento pecaminoso.

El problema no está en la competencia en sí, sino en nosotros mismos. Cada uno tiene que marcarse objetivos en su vida y luchar por ellos. Hacia el final de su vida, tomando una imagen deportiva para ilustrar su lucha por estar cada día más cerca del Señor, Pablo escribió: «No que lo haya alcanzado, o que ya haya llegado a ser perfecto, sino que sigo adelante, a fin de poder alcanzar aquello para lo cual también fui alcanzado por Cristo Jesús» (Filipenses 3:12). No competía con nadie salvo consigo mismo en primer lugar. No le preocupaba lo que otros pudieran hacer, ni figurar como el mejor, sino simplemente (¡simplemente!) alcanzar al Señor Jesús, llegar a ser lo más parecido posible a él. Para Pablo, la perfección solo merecía la pena como objetivo si en ella estaba el Señor.

Cuando queremos hacer todo de una manera correcta, estamos reflejando el carácter de Dios. A veces, las acciones y decisiones de cada día son las que más nos deshonran a nosotros y al Señor: no saber agradecer, no tener palabra y engañar, no terminar bien nuestro trabajo, escondernos, darle más importancia a las cosas que a las personas, preocuparnos más por nuestra agenda que por aquellos que queremos, trabajar para el Señor solo por dinero… No sé si nos damos cuenta o no, pero estamos dañando la imagen de Dios delante de los demás.

El Señor nunca hizo eso. Jamás nos parecemos a él cuando vivimos de esa manera. Si él es nuestra meta, su voluntad será siempre nuestra prioridad más importante.