Cuando no perdonamos, tejemos una red de amargura en torno a nuestras vidas. Hacemos que el presente se tiña de colores ocres, omitiendo de nosotros el grato perfume de la concordia.
Somos fruto del perdón de Dios. Gracias a ese acto, quienes creemos en Él tenemos la certeza de una vida más sublime, una vida eterna.
Perdonar no es olvidar una deuda que se nos debe, perdonar es admitir que esa deuda ya está pagada.
El perdón es algo más que una disculpa, es una acción que conlleva un desarraigo de aquello que nos esclaviza hacia quien en su día propino voluntaria o involuntariamente un acto ofensivo hacia nuestra persona.
Cuando no perdonamos, tejemos una red de amargura en torno a nuestras vidas. Hacemos que el presente se tiña de colores ocres, omitiendo de nosotros el grato perfume de la concordia.
Cargamos nuestra maleta corazón con infinidad de cosas que nos limitan. Caminamos con un exceso de equipaje haciendo que nuestro transitar sea realmente difícil.
Debemos aprender a viajar con una valija menos pesada, despojarnos de todo aquello que no sirve para nada y que lo único que consigue es hacer que el camino resulte aún más arduo.
Cuando nos negamos a perdonar, sostenemos las piedras que en su momento serán lanzadas contra quienes nos hicieron daño. Esas piedras tienen un efecto boomerang, son lanzadas para apedrear al ofensor y de forma inmediata golpean más duramente a quienes las arrojamos.
Olvidamos con prontitud los beneficios de Dios.
Olvidamos los resortes que soportan nuestras vidas, piezas esenciales en las que se fundamenta nuestra existencia.
Olvidamos que somos el resultado de un amor inefable.
Cuan presurosos somos a la hora de olvidar los favores del Rey y cuan puntillosos para traer al presente las nimias ofensas que nos provoca el vivir a diario en un mundo imperfecto.
Evocamos el dolor que nos causó el amigo, ese punzante y frio ramalazo que somos incapaces de perdonar.
Rememoramos nuestra infancia acotada por los sinsabores de un hogar nada dulce. Traemos desde el pasado las escenas que conmovieron nuestras entrañas y nos adherimos a ellas como si fueran la piedra angular de nuestra historia.
Pero… seguimos olvidando a quien nos perdona a diario. A quien arroja al mar, a lo más profundo de sus aguas todas y cada una de nuestras iniquidades.
Cuan olvidadiza es nuestra cabeza y cuan rencoroso el corazón, rara mezcla que hace de nosotros seres necesitados de un Dios perdonador, restaurador, amable y tierno. Un Dios cercano, un Dios amigo.
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