Ante la difícil pregunta ¿qué harías por tus hijos?, se oyen las siguientes respuestas: “Todo”. “Daría la vida por ellos”. Así de obvio, así de breve, y tan imposible de explicar, ya que nuestros hijos no traen un libro de instrucciones bajo el brazo, ni al salir de la Maternidad nos entregan la varita mágica de los milagros.
Me hago la misma pregunta reflexionando en soledad, y también respondo: “Todo”. Ahí va incluida, por supuesto, mi vida. ¿Qué madre no ha dado ya su vida? Yo me he sentido morir en cada parto, y resucitar luego.
Si desglosamos esto, podemos ver diferentes aspectos:
Los hijos, avivan la danza de nuestra briega diaria. Les amamantamos con nuestra propia leche. Esto es algo glorioso. El gemido de un hijo en la noche, tiene más fuerza que el cansancio de todo un día. Ante el menor de sus ruegos, nos brota la misericordia. Todo está bien, les decimos, todo está bien. Por ellos perdemos el reposo, el sueño y el hambre, llegando, en ocasiones, a verlos como la causa principal de nuestra falta de tiempo para realizar otros quehaceres que también nos gustarían, y surge la falta de paciencia. En muchos casos, renunciamos a nuestra profesión, al trabajo fuera de casa, defendiendo el derecho a cuidarles. Son nuestros. Les damos los mejores años, pero... ¿lo saben ellos?
Otros aspectos incluidos en ese “todo”:
Intentamos ocultar que hacemos el ridículo por ellos; mentimos por ellos; robamos por ellos si hiciera falta; perdemos la dignidad; la honradez; los defendemos hasta más allá de la razón. Los hijos son para nosotras cuerpos transparentes. Con el tiempo nos volvemos invasoras de su intimidad, posesivas. Y si la codicia estaba contenida, le da por derramarse. Cuando actuamos en su favor, realmente lo hacemos en defensa propia. Que nadie ose tocarlos, ni bajarlos del pedestal donde los colocamos. Siempre nos parecen seres indefensos que no ven con claridad. Si estuviera en nuestras manos, vaciaríamos las cárceles de hijos. Son, como he dicho, demasiado nuestros, ¿lo saben ellos?
Elegimos entre muchos reinos que la vida nos ofrece. Asumimos que son reinados pasajeros, sin embargo, ¿qué madre acepta ser destronada, o que se vacíe su nido? Tal desastre nos mata solo con pensarlo, y atrasamos la apertura de la veda. Pero aún siendo madres buenas, los hijos vuelan.
Conclusión:
¡Qué dulce visión! Los hijos nos caen demasiado bien. Los divinizamos. Son el prójimo al que amamos como a nosotras mismas, y no nos pesa jamás. Sentimos por ellos amor apasionado, enamoramiento perenne. Todo está bien, nos decimos, todo está bien.
No, no es ciego el amor, es egoísta, porque nuestros hijos son el espejo donde ansiamos reconocernos a cada instante. ¿Cuántas veces reconstruimos sus escombros con nuestras propias manos?, ¿lo saben ellos?
Perdonamos sus culpas sin que medien disculpas. Solapamos sus errores. Escondemos nuestras lágrimas, y el corazón, ante tantos atracos, finge no darse cuenta: Todo está bien, nos dice, todo está bien; aunque perdamos la alegría de vivir, el buen humor y la ilusión.
Esta, nuestra vocación, es la más altruista. Es la vocación que echa las raíces más profundas. Aunque el hijo o la hija ya no esté, ser madre no es un estado fácil y pasajero, sino todo lo contrarío, es tremendamente difícil y nunca da marcha atrás.
Y Dios, Amante Perfecto, con su corazón tremendamente grande, al mirarnos y desentrañar nuestro errores y miserias, con un apacible movimiento de cabeza, se dice: Todo está bien, ¡ay!, todo está bien. Y nosotras, seguimos a lo nuestro, a veces, como si nada.
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