Oración de Eva

Se abre el día e imagino que pudo producirse así la primera oración de la historia de la humanidad. 

En un campo de hierba nueva llamado Edén, una mujer baila. Está desnuda. Sus pies descalzos sienten el verde frescor. Bajo el astro Sol su silueta resplandece. Aprecia su delicado calor. La sombra que proyecta su cuerpo se esfuma unos instantes. Solos quedan ella y la danza que brota de su sentir.

Pienso, al imaginarla, que se trata de Eva en el Paraíso. Se la ve ancestral y hermosa.  Sus movimientos hablan de agradecimiento a Dios por el regalo de la vida. Pienso, además, que Adán, su compañero, la observa con agrado a cierta distancia sentado bajo uno de los árboles frondosos que adornan el jardín. Se recrea en sus compases locos y espontáneos de mujer salvaje. Le gusta esa criatura cuya carne y huesos son iguales que los suyos.

Ella, sin embargo, cree que está sola e intenta acomodar algunas palabras de adoración al Creador junto a la melodía que se gesta en su garganta. Eva inventa el canto. Al oírla, algunos pajarillos la acompañan. El susurro de varios arroyos cercanos se les une. La mujer sonríe por el gozo que le producen las vibraciones de su voz. Es su manera de confesar contentura al Dios Santo.

El Hacedor, que ha consagrado el día séptimo al descanso y la contemplación de su labor, la mira. Recibe los encantos de esa criatura que ha formado. Ve buena esta obra suya. La siente perfecta y se deleita. Sabe que llegará a cumplir la misión que ha proyectado para ella. La identifica con su propia imagen, la bendice y la llena de espíritu de inteligencia.