Libros históricos (VII): I y II de Crónicas aportan muchos datos no incluidos en Reyes y mantienen el enseñarnos la Historia no a través de los ojos de los hombres sino de Dios.
Si la Biblia se hubiera limitado a tener en su canon los dos libros de Samuel y los dos de Reyes contaríamos con una información más que suficiente –e imparcial– sobre la monarquía de Israel, monarquía que, como recordarán los lectores, sólo se mantuvo unida durante los reinados de David y Salomón y del desdichado Saúl, predecesor de ambos.
?Por supuesto, la perspectiva del autor o autores fue siempre más espiritual que política –a decir verdad, explicaba la política desde el ámbito espiritual– pero nos permite reconstruir esos siglos con bastante amplitud.
Con bastante quizá para nosotros, pero no para una mentalidad judía deseosa de consignar las líneas genealógicas que no sólo aseguraban la legitimidad de ciertas familias sino también la transmisión del hilo familiar que debía concluir en el mesías.
Eso explica que, cubriendo también el reinado de David, I Crónicas pueda sumar elementos hasta entonces no señalados. Los nueve primeros capítulos son, de hecho, una consignación de genealogías que desembocan en la muerte de Saúl y sus hijos combatiendo contra los filisteos (c. 10) y la proclamación de David como rey (c. 11).
Pero esas genealogías reemergerán a lo largo del texto una y otra vez para explicar el servicio del templo o el ejército de David. Aburrida para muchos, sin duda, pero más que útiles para un pueblo que pensaba volver del exilio babilónico y reanudar su vida de mejor manera a aquella que había provocado la terrible aniquilación del reino de Judá.
Así, por ejemplo, I Crónicas nos explica por qué David, a pesar de su pacto con Dios (c. 17), no podía ser el constructor del templo de Jerusalén ya que había derramado sangre y sólo un hombre de paz podía emprender esa tarea (22: 8-9).
La afirmación puede resultar chocante cuando uno piensa en catedrales y monasterios erigidos por reyes guerreros, pero debería llamar a reflexión acerca de lo que Dios espera de las personas.
De manera semejante, en el c. 21 comparado con el 24 de II Samuel podemos ver cómo incluso las acciones de Satanás no escapan del control de Dios, un tema, por cierto, que tratará con especial genialidad el libro de Job.
Pero, por encima de todo, II Crónicas nos muestra a un David de acuerdo al corazón de Dios, un personaje que no pretende merecer nada de lo recibido, que acepta con humildad no construir el templo porque lo que Dios le ha dado ya excede con mucho lo que podría pensar y que sabe que Dios es soberano y a El le debemos todo.
Que David incurrió en pecados horrendos es algo que relata la Biblia –el tema es tan espinoso que son proverbiales las discusiones rabínicas para negar esa circunstancia– pero también señala cómo la mano de Dios cayó sobre él por esa conducta, cómo su arrepentimiento fue más que sincero –léase al respecto el Salmo 51– y cómo la sencillez de corazón no lo abandonó nunca, precisamente esa sencillez humilde que porque no contempla méritos propios permite que recibamos las bendiciones de Dios.
El segundo libro de Crónicas –en el que se relata desde el reinado de Salomón al edicto de Ciro– aparece en las Biblias cristianas a mitad del Antiguo Testamento, pero es el último libro en la división de la Biblia judía. Por peculiar que pueda parecer semejante circunstancia tiene una enorme lógica.
El texto paralelo en Reyes nos había mostrado cómo tras el reinado de Salomón, el reino de Israel se había dividido en Israel y Judá; cómo los reyes de Israel – sin excepción – habían sido malvados entregados a conductas abominables como rendir culto a las imágenes; cómo en Judá, algunos reyes excepcionales – como Josías - habían emprendido una reforma basada en el regreso a las Escrituras y cómo, finalmente, la apostasía de la nación había derivado en la aniquilación, primero, del reino de Israel y después, del reino de Judá.
Los libros de Crónicas –que aportan muchos datos no incluidos en Reyes– mantienen esa tónica de enseñarnos a ver la Historia no tanto a través de los ojos de los hombres sino de Dios, pero también concluyen el relato de manera doble: señalando el final del canon del Nuevo Testamento y la conclusión de la profecía que sólo se reanudará en vísperas de la llegada del mesías. Por eso, precisamente, II Crónicas termina con el anuncio del final del destierro (36: 22-23) –una nota de esperanza– en el período persa, un período que sería testigo de las últimas manifestaciones proféticas con Zacarías, Ageo y Malaquías.
Esta circunstancia tiene una enorme relevancia para factores como la conclusión del canon del Antiguo Testamento. Mientras que judíos y protestantes mantienen el mismo canon y sostienen que excluye los libros apócrifos, la iglesia católica incluyó en su canon peculiar una serie de libros apócrifos –no pocas veces de contenido disparatado– a los que decidió otorgar categoría de canónicos en contra del testimonio de los judíos, de Jesús y de sus primeros seguidores.
El canon judío del Antiguo Testamento excluye los apócrifos y en II Crónicas subraya como, en el período de dominación persa, se inició el silencio de cuatrocientos años previos a la llegada del mesías. Por añadidura, el mismo Jesús, al trazar el listado de mártires judíos, se ciñe al mismo canon y no incluye, por ejemplo, a los citados en los libros apócrifos de Macabeos. En Mateo 23: 35, Jesús, de manera innegable, se ciñe a los mártires descritos en el canon judío –que no católico– del Antiguo Testamento: de Abel a Zacarías hijo de Berequías, es decir, de Génesis a II Crónicas (24: 20-21). Por supuesto, hay millones de personas que creen que el canon católico es el adecuado, pero en contra suya tienen no sólo el testimonio del pueblo de Israel sino también el de Jesús, los apóstoles y los primeros cristianos.
II Crónicas no limita su importancia a tan relevante circunstancia. Por el contrario, muestra que toda crisis es remontable –incluidas y especialmente las espirituales– para aquellos que se vuelven a Dios con la sincera intención de andar en sus caminos y de evitar conductas que le repugnan como son, por ejemplo, el culto a las imágenes, la injusticia o la mentira.
La gran desgracia de los pueblos consiste en colocar por delante de la enseñanza de la Palabra de Dios, la de sus tradiciones, su visión mercantilizada de la religión –te doy, Dios, para que Tu me des– y su autocomplacencia espiritual y material. Cuando se llega a ese punto, de manera irremediable, sobreviene la catástrofe, una catástrofe que ha sido siempre anunciada en minoría por los profetas y que sólo puede ser remontada mediante la conversión. No otro es el mensaje pronunciado por un Salomón que todavía era sabio (II Crónicas 6: 36-39).
Lecturas recomendadas: El pacto de Dios con David (c. 17); David da instrucciones a Salomón (c. 22) y David se despide del pueblo (c. 29); La petición de Salomón (1: 1-13); la inauguración del templo (c. 6); la división del reino (c. 10); la reforma de Asa (c. 15); la invasión de Senaquerib (c. 32); la maldad de Manasés (c. 33); la reforma de Josías (c. 34-35); exilio y restauración de Judá (c. 36).
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