¡Qué dilema enfrenta España! Si seguimos con las antiguas recetas volveremos a las andadas, y si optamos por las nuevas que proponen algunos, caeremos en el abismo.
¡En qué dudosa encrucijada nos encontramos y qué confusa perspectiva tenemos por delante! Los dirigentes de los partidos clásicos de la nación, lastrados por el peso de sus organizaciones contaminadas con innumerables casos de corrupción, carecen de autoridad moral para presentar algún proyecto que tenga credibilidad. Los que aspiran a ser nuevos dirigentes y se presentan como la salvación, presumiendo de su incontaminación, no pasan de ser pretendientes, de los que está por ver si serán diferentes de los anteriores, una vez que hayan entrado y se hayan asentado en el engranaje del poder.
Las proclamas incendiaras de unos, con sus soluciones extremistas que han quedado refutadas por un pasado no muy lejano, no son sino las viejas propuestas revolucionarias que acabaron en desastre económico, social y moral allí donde fueron puestas en práctica. Las naciones europeas en las que se implantaron y que han dejado atrás la pesadilla en la que se convirtió aquel sueño del cielo en la tierra, son claro exponente del rotundo fracaso del experimento. Porque al final, la mentira terminó corroyendo los ideales que enarbolaban aquellos que hablaban de un cambio, mostrando la cruda realidad que los libertadores de ayer se habían convertido en los opresores de hoy, como narró George Orwell en su novela Animal Farm.
¡Ay! Si solamente aprendiéramos de la historia. Pero el problema ya no es que la olvidamos, como afirma el célebre aforismo que hay en Auschwitz: "El pueblo que olvida su historia está condenada a repetirla", sino que ni siquiera la conocemos. Porque si se olvida quiere decir que por lo menos se ha conocido. Pero cuando no se tiene conocimiento no hay ni posibilidad de olvido. Pues el que olvida puede volver a recuperar la memoria, pero ¿qué memoria va a recuperar el que carece de ella? Ni siquiera sabrá sacar provecho de escarmentar en cabeza ajena.
El error esencial de aquella enfervorizada marea revolucionaria de finales del siglo XIX y principios del XX era de fundamentos, de punto de partida, al hacer gravitar todo el mal sobre determinadas estructuras sociales, políticas y económicas. Si se cambiaban por otras, amanecería la aurora para la humanidad, porque el ser humano, por definición, es bueno por naturaleza. Lo que le degrada y corrompe es el entorno, que artificial e interesadamente han creado unos pocos para aprovecharse de los más. Bastará, por tanto, con transformar lo externo para que las viejas cadenas de la ignorancia, la opresión y la miseria desaparezcan para siempre. También habrá que acabar con los sostenedores del caduco estado de cosas que se nieguen a cambiar y entonces una nueva generación, instruida según los nuevos principios, tomará las riendas y será el principio de una nueva era, caminando por la senda de la libertad y la felicidad. Ese era el discurso que se convirtió en consigna.
Pero todo aquello se hundió estrepitosamente, porque con el paso del tiempo se hizo evidente que nadie creía ya en ese mensaje. Los de abajo dejaron de creerlo, al ver que algunos se habían encaramado al piso de arriba, con lo que se habían cambiado las personas, pero no la existencia ni la diferencia misma entre lo de arriba y lo de abajo. Los recién llegados arriba seguían haciendo afirmaciones contundentes, pero en su fuero interno se alegraban de estar ahora en las alturas, con privilegios y beneficios que no tenían cuando estaban abajo. Y así fue como las grandes palabras se tornaron vacías, los conceptos elevados en mera retórica y los discursos altisonantes en verborrea propagandística. Solamente quedaba mantener esa ficción el mayor tiempo posible. Pero todo ese teatro ya no pudo dar más de sí y el entramado entero se vino abajo, sepultando a autores, actores, tramoyistas y los que pasaban. Y de ese modo lo que al principio pareció tan auténtico, se evidenció que no era más que una de las muchas patrañas ideológicas que a lo largo de la historia han sido.
Y es que la raíz del mal no estaba en las instituciones ni en las estructuras, sino en el corazón humano, que, sin importar la corriente que siga, acaba volviendo a tropezar en las mismas piedras de siempre.
¡Qué dilema enfrenta España! Si seguimos con las antiguas recetas es matemáticamente seguro que volveremos a las andadas. Y si optamos por las nuevas que proponen algunos candidatos que ahora llaman a la puerta, es inevitablemente cierto que caeremos en el abismo. Porque el alma de una nación no se cambia cambiando estructuras, ni el corazón de un individuo se transforma por la ideología.
El cielo existe, pero no se toma por asalto. Ya hubo uno que lo intentó al principio de los tiempos y acabó como acabó. Tampoco se logra por consenso ni por méritos. El cielo es un regalo, un don, porque su Dueño lo dejó para venir a este planeta de sueños convertidos en pesadillas, para cambiar esas pesadillas en una perpetua y gloriosa realidad. Su mensaje sí es fiable y digno de ser creído. Ninguno de cuantos confían en Él será defraudado.
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