"En los oscuros recovecos de la mente, una enfermedad conocida como miedo se regocija de las almas de aquellos que no pueden vencer su poder." Pat McHale
En mi opinión, este es el resultado de la visión que algunos tenemos sobre Dios y todo aquello que nos parece diferente.
El miedo nos desestabiliza. Tememos cambiar de parecer, admitir el argumento del otro. Tememos perder algo que consideramos como propio y que nos da poder. Puede ser un pensamiento distinto, otra manera de ver y aceptar a Dios.
Temo, luego prohíbo, odio y anulo.
Cierto pavor se apodera de nuestro débil ser cuando un concepto ampliado de Dios llama a la puerta. La cerramos con fuertes candados para que no entre y nos perturbe.
Tenemos miedo al cambio, aumentar nuestro saber.
Unos enfatizamos más en lo humano del mensaje que creemos. Otros se deslizan en el único plano espiritual.
Huimos de cualquier controversia. Nos hemos hecho una idea humanizada de lo divino y, bajo un manto de virtud, la defendemos hasta el odio con tal de alejar cualquier idea que no sea la que tenemos grabada con fuego en nuestro ser.
Desechamos percepciones diferentes de su mensaje, interpretaciones de distinto nivel de significancia. Sentimos como si una alarma se encendiese en nuestro cerebro y nos obligara al rechazo que asoma como arma por doquier. Ahogamos los descubrimientos ajenos que descubre el otro.
El odio enferma el corazón.
Sonreímos con hipocresía al que tememos para mantenerlo a cierta distancia, para que se sienta falsamente aceptado, para que no nos contagie su abominable lepra. Hasta su aspecto nos parece extraño. Es un modo de detener la amenaza que sentimos. Intentamos borrar de nuestro cerebro cualquier atisbo de duda que pueda perjudicar la agradable estabilidad de nuestro asentamiento. En vez de nuestro estudio, ampliamos el odio, la violencia y la anulación.
Podríamos decir que "mejor es lo poco conocido sobre Dios que lo mucho que nos queda por conocer". Así estamos bien, no necesitamos más, que no nos muevan no sea que salgamos borrosos en la foto de los buenos.
Unos se aferran al efecto milagrero, otros a la vida sufrida, otros al canto y a la danza. Y no hay más.
Enjaulamos al Dios del universo, Señor de todos los señores, entre las paredes de nuestra pequeña mente. Nos hacemos los dueños de quien no tiene dueño, del Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Pensamos que el Todopoderoso no puede ir más allá de nuestra idea. Le limitamos según nuestros propios límites.
Despreciamos lo contrario. Tememos saber demasiado.
El otro no es ajeno al método. Percibe ese odio y falta de aceptación. Percibe el deseo ajeno de querer controlarle, de usurpar su libertad, pues prohíben pensar de manera contraria. Vislumbra el distanciamiento. Está cuerdo y se duele al ser señalado como loco. Se aflige ante la opresión de la sinrazón de tener que aprobar lo que el desinformado opina sobre "El totalmente otro", Dios.
¿Quién conoce su plenitud? ¿Quién puede prohibir una búsqueda de Él más profunda?
Los que rechazan al otro, le odian y usan contra él algún tipo de violencia, aseguran estar en pleno conocimiento de lo desconocido. Hasta el colmo de la idiotez corren la voz para conseguir su anulación. Se creen los dueños de la verdad sin darse cuenta de cuánto niegan a Dios a la vez que le defienden.
De Él sólo atisbamos breves conceptos y con eso se conforman los que temen, los que con regularidad e incongruencia predican que donde hay amor no hay temor, que donde hay amor no existe el agravio.
Hay creyentes repletos de contradicciones a causa del temor.
Defendemos conceptos que no podemos justificar. Otros, al contrario, desean más, se abren más, aceptan la grandeza divina que se escapa al entendimiento sin miedo al conocimiento, sin miedo a tener que cambiar de parecer.
Es algo cotidiano, los que temen lo extraño, prohíben, odian y anulan. Tres conceptos que suelen convivir con el único afán de destruir.
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