Un Dios que se inclina

Gracias mi Dios por tus oídos prestos, por tu mano extendida atendiendo mi dolor.

Gracias por inclinarte. Por entonar una canción de nana y hacerme descansar.

A veces nos acostumbramos a las bendiciones de Dios creyéndonos merecedores de su misericordia, de su fidelidad, de su amor…

Nos acostumbramos a ver amanecer cada día, a tener comida en casa, a ver crecer a nuestros hijos y no caemos en la cuenta de que por todas esas grandes-pequeñas cosas tenemos el deber de darle las gracias al soberano. Él es quién nos las da y por lo tanto para él ha de ser nuestro agradecimiento.

A menudo, aunque nos cueste entender lo que Dios hace con nuestras vidas, también tenemos que dar gracias por aquellas situaciones que no nos son favorables, pero que puestas en sus manos tienen un sentido.

Él se inclina para lavarnos los pies, para abrigarnos con su abrazo paternal cuando el frío de este mundo nos azota con vehemencia.

Él se inclina para oír lo que exclamamos a gritos o con leves susurros.

El se inclina para besarnos las heridas, lamérnoslas y hacer que dejen de supurar dolor.

Acoge nuestro corazón y le da calor para que no se hiele.

Me emociona la idea de saberme atendida por el Maestro, cobijada por su amor.

Él tiene la virtud de coronar mi vida de favores y misericordias. Tiende un puente de fe que me ayuda a llegar a él.

Dios se muestra accesible, cercano, amigo. Ante ello sólo puedo decir:

¡cuán pequeña soy Dios!

El se inclina y recibe aquello que le otorgo, poca cosa, minucias, pero al acogerla en su seno les confiere valía.

Se inclina y me escucha. Atiende a la voz de mi ruego y me responde.

Él se inclina para restaurar nuestro interior, para facilitarnos la vida, para que todo lo que nos acontece nos ayude a bien.

Si logramos ver la mano de Dios en los trazos que se dibujan en nuestros corazones, advertiremos el milagro que se desarrolla alrededor, un extraordinario espectáculo de remisión y transformación.