Evangelio de Marcos. El Dios que desciende (1: 40-45): segunda parte.
En el último estudio del Evangelio de Marcos, al comentar la curación del leproso por Jesús, señale la importancia de un verbo –kazaridso– que Marcos utiliza y que, convencionalmente, se traduce como “limpiar”.
Bien pensado, que en un mundo como el humano lo mismo hace veinte siglos que ahora, es totalmente lógico que haya quien sienta una innegable necesidad de limpieza.
El Nuevo Testamento es bien notable a la hora de señalar lo que Jesús, descendiendo hasta nuestro nivel, limpió.
En primer lugar, Jesús limpió todos los alimentos (Marcos 7: 19).
Semejante paso no era pequeño en la medida en que la Torah diferenciaba los alimentos limpios (kosher) de los que no lo eran. Razones médicas aparte, lo cierto es que esa división permitía que algunas personas se sintieran superiores a otras sobre la base de lo que comían.
A algunos les puede parecer chocante, pero encontramos esa conducta en no pocas religiones. El judaísmo ha ido ampliando en el Talmud las prohibiciones contenidas en la Torah; el islam mantiene la prohibición de consumir cerdo; el hinduismo y el budismo contienen no pocos tabúes hacia la comida; incluso hay algunas sectas que insisten no sólo en que son lo mejor del cristianismo –incluso lo único– sino que además prohíben el consumo de ciertos alimentos siempre o en ciertas épocas del año.
La enseñanza de Jesús fue muy distinta. Declaró limpios todos los alimentos porque señaló que el origen del mal no está en lo que entra por la boca sino en lo que sale del corazón (Marcos 7: 18-21). Escribas y fariseos podían empeñarse en limpiar el exterior, pero es el interior lo importante (Mateo 23: 25-6).
En segundo lugar, Jesús, mediante su sangre derramada en la cruz, nos limpia de todo pecado (I Juan 1: 7). Esa limpieza no procede de la fórmula pronunciada por un clérigo ni de unas gotas de agua derramadas sobre una frente infantil. Esa limpieza sólo la puede realizar Jesús mediante su sangre expiatoria.
En tercer lugar, Jesús limpia las conciencias de obras muertas (Hebreos 9: 14). El pasaje resulta de extraordinaria importancia porque deja de manifiesto que el sacrificio expiatorio de Jesús en la cruz salva y, por eso mismo, puede limpiar las conciencias de las obras muertas, esas obras que – necia o ignorantemente – algunos pretenden que proporcionan la salvación cuando lo cierto es que ésta sólo procede de la gracia de Dios manifestada en la cruz del Calvario.
En cuarto lugar, Dios nos limpia de toda maldad y nos perdona si le confesamos nuestros pecados (I Juan 1: 9). En ningún lugar, se menciona un ritual o un mediador en ese proceso. Basta con ir a Dios – como hizo el publicano de la parábola o el ladrón arrepentido – para recibir ese perdón que deriva del sacrificio del mesías-siervo.
Esa limpieza se opera en los corazones de todos mediante la fe (Hechos 15: 9). Dios desea limpiarnos, librarnos de la suciedad que pueda anidar en nuestro espíritu, liberarnos de las miasmas de la vida que llevamos.
Lo hace a través del sacrificio del mesías-siervo y lo recibimos gratuitamente si lo aceptamos con fe porque no podemos comprarlo, negociarlo o adquirirlo.
Suficiente sobre el verbo kazaridso. En el estudio siguiente, Dios mediante, seguiremos hablando del encuentro de Jesús con el leproso.
Continuará
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