Si lo que estamos construyendo está basado solamente en números, no es difícil predecir lo que le pasará, sin necesidad de ser profeta.
Que Dios se agrada en los números es algo que está fuera de duda, pues la multiplicidad es una expresión de su generosidad. Basta considerar la bóveda celeste para percatarse de que el universo, compuesto de innumerables astros y cuerpos celestes, es un elocuente ejemplo de su deseo de glorificarse mediante la abundancia. Por un lado muestra el fecundo poder de Dios para producir y por otro su agrado no en lo escaso ni raquítico sino en lo copioso y cuantioso, en un derroche de grandeza y una exhibición de esplendidez.
No solamente cuando ponemos el ojo en el telescopio quedamos anonadados ante la profusión de puntos brillantes en el cielo, sino que también cuando lo ponemos en el microscopio quedamos asombrados por la infinidad de minúsculos organismos que corren por el torrente sanguíneo o que conforman nuestros tejidos orgánicos. Y es que tanto en el macrocosmos como en el microcosmos la ley establecida es la de la riqueza numérica, sometida a un orden armonioso de funcionamiento.
Pero no sólo en la esfera de lo físico rige ese principio, sino que también en el campo de la salvación es vigente. Cuando Dios llamó a Abraham le prometió una descendencia innumerable, que no se podría contar a causa de su abundancia, a pesar de partir de un comienzo que, según la lógica, no podía dar mucho de sí, como era un anciano casado con una mujer estéril. Pero del mismo modo que Dios sacó de la nada toda la abundancia de vida que llena el universo, también saca de la nada toda la exuberancia de la salvación. Y así es como el número de los salvados será tan alto que nadie lo puede contari, lo cual es una demostración fehaciente de la gracia de Dios, que no es mezquina sino amplia para salvar, igual que lo fue para crear.
Y sin embargo, con todo el mensaje que los números transmiten en cuanto a la grandeza de Dios, bien pudieran convertirse en un motivo de seducción engañosa cuando hacemos de ellos un fin en sí mismo o los consideramos prueba irrefutable, que nos lleva a concluir que números es igual a verdad. O, en otras palabras, que necesariamente lo verdadero está indisolublemente unido a lo numérico, como si lo segundo fuera la garantía incontestable del valor de lo primero.
Pero la verdad, para serlo, no depende de cuántas personas la crean o la practiquen. La verdad es verdad tanto si no la cree nadie como si la creen muchos, porque su naturaleza no se la otorga el número de seguidores o simpatizantes que tenga. Su valor es intrínseco, independientemente del valor extrínseco que se le quiera dar y por eso tiene una base de sustentación que no se tambalea por lo que digan las encuestas. La verdad puede permitirse el lujo de prescindir de los números. El error sí necesita desesperadamente de los números para existir, porque sin ellos no es nada, al estar vacío y desprovisto de contenido auténtico. Los números son el apuntalamiento imprescindible que sujeta al error y sin los cuales se viene abajo, igual que una pared sin fundamento.
Claro que hay que conceder que los números pueden ser abrumadores e imponentes, pues transmiten la apariencia de ser el argumento contundente que disipa toda duda. Porque ¿cómo va a estar equivocada tanta gente? Por otro lado, los números nos abren la puerta de la comodidad, ya que es fácil seguir la fuerza de la corriente y dejarse llevar por lo que dice o piensa la mayoría. En cambio, creer en lo que casi nadie cree demanda una certeza muy grande y una perseverancia inquebrantable, que exige un esfuerzo continuado de la voluntad. Y ya se sabe que lo último que queremos es lo difícil y que cuesta trabajo.
En las sociedades occidentales la importancia de los números es capital. Lo es en el mundo de los negocios, donde las cifras son la piedra de toque definitiva del éxito y lo es en el mundo de la política, donde la cantidad de votos es lo que cuenta para triunfar. De ahí a que se consagre una hegemonía de los números en los demás ámbitos de la vida no hay más que un paso. Y cuando esa hegemonía irrumpe en el terreno que diferencia lo justo de lo injusto, lo bueno de lo malo y lo verdadero de lo falso, imponiendo su ley, entonces se convierte en tiranía, al falsear las cuestiones vitales que cualquier sociedad necesita para perdurar.
Si lo que estamos construyendo está basado solamente en números, no es difícil predecir lo que le pasará, sin necesidad de ser profeta. Hay algo anterior y más importante que los números. Y eso debería ser nuestra auténtica prioridad.
i Apocalipsis 7:9
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