El fenómeno de una serie de culto como Juego de tronos, muestra hasta qué punto el diagnóstico moral de la humanidad, que hace la Biblia, es más comprensible para muchas personas que los relatos inspiradores de valores de superación moral, que tanto parecen fascinar a los cristianos.
El mundo oscuro que describe la saga épica de George Martin –primero en la literatura y ahora en la televisión–, es objeto de rechazo de muchos creyentes. La mayor parte no soporta la crueldad de unas historias llenas de sexo y violencia, donde el pecado no es edulcorado para resultar atractivo, sino que se muestra con todo su carácter repulsivo. ¿Es esto una glorificación del mal, o todo lo contrario?
Cuando se dice que las novelas de G. R. R. Martin (Bayonne, Nueva Jersey, 1948) son de fantasía, uno piensa inmediatamente en un mundo imaginario, que no tiene nada que ver con la realidad. La primera impresión de
Juego de tronos, sin embargo, es que estamos ante un relato de atmósfera medieval.
Recuerda al Señor de los anillos de J. R. R. Tolkien (1892-1973), pero aunque hay dragones y enanos, no son las criaturas fantásticas que conocemos de la Tierra Media. Aquí no hay elfos u orcos, sino que en Westeros (Poniente), todo recuerda bastante a nuestro mundo.
Los libros de
Canción de hielo y fuego –el título original de la obra de Martin, publicada en España por Gigamesh desde 1996– son detallados, emocionantes y lleno de sorpresas, pero están lejos del ambiente de cuentos de hadas que vemos en las
Crónicas de Narnia de C. S. Lewis.
Estamos más bien ante el género que se ha dado en llamar de espada y brujería,aunque no hay héroes como
Conan –el personaje creado por Robert Howard en 1950, que popularizó luego el cómic–.
Es otro poder, el que buscan los personajes. Su símbolo es el trono, como el anillo de Tolkien, pero los choques de clanes que se lo disputan, tienen más de la complejidad psicológica de Shakespeare que del claro enfrentamiento entre el bien y el mal de El Hobbit.
NI HÉROES, NI VILLANOS
Como todas las grandes historias, el secreto no está en la acción, sino en los personajes–eso es lo que el cine actual parece haber olvidado y estas interminables series nos recuerdan–. Nos atrae, no tanto por su argumento, como por el carácter de los personajes, reflejos de una humanidad caída.
No hay héroes, ni villanos. Aunque los Stark intentan ser nobles, cuando se enfrentan a los Lannisters resultan arrogantes y malvados. “No hay justo, ni aún uno –como dice Pablo a los
Romanos 3:10–, no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (v. 12).
Es por eso que aunque no hay un objeto mágico que encontrar o destruir –como el Anillo de Poder del Señor Oscuro Saurón–,
el Trono de espadas actúa como “un amplificador psíquico” –según la expresión del profesor Tom Shippey acerca de la obra de Tolkien–, haciendo que uno haga cualquier cosa para lograr los deseos de su corazón, simbolizados en ese Trono. Tiene un poder esclavizador idolátrico, que hace que incluso aquellos que lo quieren utilizar para conseguir libertad, seguridad y justicia, sean corrompidos por él.
La tentación original de la humanidad en el Edén fue querer ser “como Dios y adquirir así poder sobre nuestro destino (Génesis 3). En vez de aceptar nuestra finitud y dependencia, buscamos desesperadamente la ilusión de tener control sobre nuestras vidas. Esta “inseguridad cósmica” de la que habla Niebuhr, crea “un deseo de poder”.
En cualquier cultura, donde está Dios ausente –observa el teólogo norteamericano de mediados del siglo XX–, el sexo, el dinero y la política llenan ese vacío. ¡Eso es lo que vemos en
Juego de Tronos!
EL DIOS AUSENTE
“Sin duda la fe religiosa en Juego de Tronos tiene una importancia fundamental en el comportamiento de los protagonistas y en muchos de los acontecimientos que suceden a lo largo de toda la saga” –dice Fabián Rodríguez en la página argentina de la serie–. A la religión predominante en Poniente, se le llama La Fe. Martin dice que se ha inspirado para ella en la Iglesia Católica de la Edad Media. Aunque en vez de a un Dios Trino, adora a Los Siete, otra múltiple representación de un dios único.
El autor se muestra en las entrevistas como “un católico no practicante”. Cree que muchos le consideran ateo u agnóstico, pero él “encuentra la religión y la espiritualidad fascinante”. Dice que le “gustaría creer que hay algo más”. Si Tolkien imagina un mundo sin templos, sacerdotes y cultos –que él describe como “precristiano"–, los habitantes del norte de Westeros adoran a los Dioses Antiguos, mientras que en el centro y el sur sigue la Fe de los Siete. A los lugares de oración se les llama
septos y a los monjes
septones o septas –según su sexo–.
“El
sumo septón una vez me dijo que como pecamos, así sufrimos. Si eso es cierto, dime ¿por qué son siempre los inocentes, quienes sufren más, cuando los altos señores juegan al juego de tronos?”. Es como si el personaje se hiciera portavoz de Martin, cuando dice en una entrevista: “respecto a los dioses, nunca he estado satisfecho con las respuestas que me dan. Si de verdad hay un Dios bueno y amoroso, ¿por qué está el mundo lleno de violación y tortura?, ¿por qué tenemos incluso dolor?”
En ese sentido, aunque hay una dimensión espiritual en este universo –donde la piedad ocupa un lugar central en la vida de algunos personajes y sugiere los monstruos que hay al final de su mundo–, son hombres y mujeres, los que son temidos y honrados. Los dioses pueden o no estar ahí, pero son las decisiones de hombres egoístas y cobardes, las que mueven la historia. Puede haber un poder oscuro en el horizonte, pero hay una fuerza de maldad en el corazón humano, que explica todas las cosas.
EL REY INSEGURO
La Biblia nos presenta también un juego de tronos. No sólo en la historia de la monarquía que cuenta el libro de
Reyes, sino también en hombres como Nabucodonosor, que quisieron dominar el mundo. No es extraño que Daniel nos diga que tenía problemas para dormir (2:1-3). Soñó con una figura que se levantaba sobre los reinos de la tierra, pero tenía “pies de barro”. La sola idea de que su imperio se pudiera venir abajo, le hizo despertarse agitado. La ansiedad y el temor acompañan el deseo de poder, aunque a los poderosos no les guste reconocer su debilidad.
Niebuhr dice que “el hombre es inseguro y busca vencer su inseguridad por el deseo de poder, pretendiendo no estar limitado”. La verdad es que tenemos muy poco control sobre nuestra vida. No decidimos el lugar donde nacemos, cuál ha de ser nuestra familia, qué educación recibimos, el cuerpo que tenemos, cuál es nuestro talento, capacidad y circunstancias. Lo que somos y tenemos, se lo debemos a Otro.
Los consejeros de Nabucodonosor no pudieron interpretarle el sueño. Lo hizo finalmente un oficial de la corte, que era exiliado judío (
Daniel 2:31-35). Por él, Dios dice al rey que sólo hay un reino que permanecerá sobre la tierra, el suyo (v. 44). Porque aunque tengamos la ilusión de tener control sobre nuestra vida, sólo hay un Dios supremo, soberano y juez, que es el “Rey de reyes”.
LA LOCURA DEL PODER
Pensamos que lo que tenemos lo debemos a nuestra inteligencia, experiencia y trabajo duro, pero incluso aquello de lo que nos podemos enorgullecer, no es algo que nosotros hayamos logrado. Se debe a contactos, familia y una serie de factores que en nuestra ignorancia llamamos suerte. Porque “¿quién te distingue?, ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1
Corintios 4:7).
Cuando Nabucodonosor estaba en su palacio, tuvo otro sueño, aún más aterrador. Había un árbol enorme, cuya copa llegaba al cielo y se veía desde todos los puntos de la tierra, siendo todos dependientes de él (
Daniel 4:11-12), cuando de repente se oyó una voz diciendo que lo cortaran. Porque “el Altísimo tiene dominio en el reino de los hombres y lo da a quien Él quiere” (24-27).
Una de las grandes ironías de la vida, es que cuando el ser humano intenta ser algo más que un hombre, se vuelve menos humano. En su locura, Nabucodonosor se comporta como un animal. Ser tu propio dios, viviendo para tu poder y tu gloria, te lleva no a ser más, sino menos humano. Como en
Juego de Tronos, el orgullo te convierte en un depredador, no en una persona.
EL REINO QUE PERMANECE
Es cuando Nabucodonosor mira al cielo, que le vuelve la cordura (34-36). Tenemos que humillarnos, en vez de amargarnos –como hace Martin, cuando piensa en las injusticias y sufrimientos de la vida–, para descubrir la gracia de ese Dios bueno y amoroso, que se revela en Cristo Jesús. El renunció al poder, para venir a este mundo y servirnos hasta la muerte(
Filipenses 2:4-10).
Esa es nuestra única salvación: rendirnos ante Él y que Él reine sobre nosotros. No hay otra seguridad, que la que viene de su amor y misericordia. ¡Admitámoslo!, no tenemos control sobre nuestra vida, pero ¡suyo es el poder y la gloria! Los reinos de esta tierra fenecerán, pero Su Reino permanece para siempre.
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