Un supuesto amigo presto a entregarle mancillado la tibieza con la que han de ataviarse los besos.
Un improvisado cortejo espera la llegada. Tienden mantos en el suelo, cortan ramas de los árboles, Jesús aparece en Jerusalén y es aclamado con voces de júbilo. La multitud sale a recibirlo entre cantos y vítores.
Él, montado en un humilde pollino permite ese alegre recibimiento, sabe lo que le aguarda en esa semana; aún así, se deja abrazar por las alabanzas de un pueblo que pronto lo abandonará en un frío Gólgota.
Los reyes victoriosos hacían su entrada en las ciudades conquistadas montados a caballo. El rey de reyes opta por una modesta cabalgadura enseñándonos una lección de humildad.
Entre toda aquella multitud se encontraban: enemigos deseosos por prenderle, acotar sus pasos y darle caza como si se tratara de un vil malhechor.
Un supuesto amigo presto a entregarle mancillado la tibieza con la que han de ataviarse los besos. Discípulos que se dormirían en aquella noche larga, oscura como ninguna otra.
Él, que entraba por Jerusalén envuelto en vítores, se quedaría solo en aquel angustioso Getsemaní. Vertería con dolor una oración al Padre, rogando que fuese Dios quien tomara las riendas de todo cuanto quedaba por hacer.
Sabía que pronto llegarían los soldados, que Pedro impetuoso cortaría la oreja de aquel hombre llamado Malco y que Él tendría que solventar el colérico impulso sanando al siervo herido.
Que ese mismo Pedro lloraría amargamente cuando el canto del gallo desgarrando el aire le devolviera a la realidad. Aún quedaban una serie de juicios injustos y un homicida que se habría de beneficiar de aquella ilegalidad.
Aún quedaban los azotes, la dolorosa corona tejida de espinas, los clavos, la suerte sobre sus ropas, una esponja empapada en vinagre, dos ladrones injuriándole , una lanza en el costado… Desde aquel Getsemaní, en las horas más angustiosas sentiría la soledad humana, el desconsuelo, el miedo.
Esas horas teñidas de ausencia, saboteadas por pensamientos de temor las habría de vivir a solas con el Padre, carente de calor humano. Él, que había sanado tantas heridas, que había saciado tantos estómagos, que había ejecutado con poder milagros sorprendentes, se habría de encontrar frente a su muerte rodeado de soledad.
Aún quedaba una oración intensa en busca del consuelo para su espíritu. Aún quedaba por sentir el peso del pecado que caería sobre Él. Lo haría por amor. Podía haber decidido alejarse de todo, huir, esconderse y dejar pasar aquella copa. Pero resolvió hacer la voluntad del padre, seguir el camino trazado y derramarse para dar vida.
Él, el soberano, el maestro divino, tomó una determinación que cambió el rumbo del mundo. Con arrojo sentenció que debía morir para regalar salvación. No dudó, no escogió un camino alternativo, Él escogió la cruz y esa elección nos ha hecho libres.
Getsemaní es un lugar de angustia, de dolor, de temor, pero es también el lugar en el que amenazados por el sufrimiento debemos tomar las decisiones correctas. Velando, orando, esperando a que Dios responda , sin importarnos la austeridad de las horas en soledad, sabiendo que en los momentos más angustiosos Dios se hace notorio en nuestras vidas y exhala una brisa fresca que atempera nuestra aridez.
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