Saúl constituiría un ejemplo de cómo apoyarse más en el deseo de agradar al pueblo que en la obediencia a Dios tiene nefastas consecuencias
La Historia religiosa –como la nacional– suele caracterizarse por la dosificación de la mentira. Pretende a fin de cuentas mantener a los fieles en el redil y así, de manera conveniente, oculta, resalta o tergiversa tal o cual episodio histórico.
Hasta bien entrado el siglo XX, por ejemplo, de san Francisco Javier se podía alabar que entre las primeras medidas que impulsó al llegar a Oriente fuera la de implantar la inquisición para que arrojara al fuego a los herejes.
?A estas alturas de la Historia, el episodio ha desaparecido y sólo se le ocurriría mencionarlo a los historiadores despistados o imparciales.
Los ejemplos podrían multiplicarse especialmente cuando se recuerda la Historia del papado, una de las más sanguinarias de Occidente, pero que pocos, muy pocos conocen y que suelen silenciar los que la conocen.
Los ejemplos no hay que adscribirlos sólo a la iglesia católica. Lo mismo encontramos en el islam –especialmente si busca adeptos en occidente– en el hinduismo y en tantas otras fes.
El poder queda consagrado por encima de la verdad y así se ve en la manera en que manipula la Historia.
Es una actitud radicalmente distinta la que hallamos en la Biblia –no en el judaísmo, pero sí en la Biblia– donde la verdad está por encima de personajes –por muy importantes que sean– e instituciones.
El primer libro de Samuel es un claro ejemplo de ello.
Su relato comienza con la estéril Ana que se dirige a Dios para poder tener hijos y que agradece que sus oraciones sean escuchadas dejando a su retoño, Samuel, al servicio del santuario de Silo.
Samuel sería testigo desde el inicio de su vida de la opresión a que los filisteos sometían a Israel, pero también de la necedad militarista de los israelíes que se tradujo en la pérdida del arca en manos de sus enemigos (c. 4-5).
Pero, por encima de todo, Samuel contemplaría como Israel en bloque decidiría seguir el camino de las otras naciones en lugar del marcado por Dios optando por el establecimiento de la monarquía.
Al respecto, el capítulo 8 no puede ser más elocuente. Israel había perdido totalmente la perspectiva espiritual porque aquella petición implicaba un abandono de Dios (8: 7-8). Sin embargo, incluso en la necedad mundana de los israelitas Dios estaba actuando.
El resultado de aquella elección popular –sí, los pueblos en ocasiones se equivocan y gravemente al llevar a cabo una elección– fue la unción de Saúl, un israelita de la tribu de Benjamín, como monarca (c. 9-10).
El hecho de que Saúl, como los antiguos jueces, venciera las amenazas exteriores (c. 11-14) sólo sirvió para confirmar el optimismo de la gente. Pero Saúl constituiría un ejemplo de cómo apoyarse más en el deseo de agradar al pueblo que en la obediencia a Dios tiene nefastas consecuencias (c. 15).
Era una conducta que Dios no estaba dispuesto a permitir y que derivó en el rechazo de Saúl y en la elección de un joven pastor llamado David. La manera en que ambas vidas se cruzaron pone de manifiesto cómo los caminos de la Providencia sobrepasan el entendimiento humano.
Saúl se vio sumido en accesos de depresión y sólo lo que ahora denominaríamos sesiones de musicoterapia lo aliviaban (c. 16: 14 ss). El intérprete no era otro que David. Cuando ese mismo David se enfrentó con éxito con el filisteo Goliat que había desafiado a las tropas de Israel, su destino en la corte de Saúl pareció sellado (c. 17).
Incluso Jonatán, uno de los hijos de Saúl, trabó amistad con David, pero semejante circunstancia no evitó que el rey procurara deshacerse de un súbdito noble que le era útil, pero al que había comenzado a envidiar (c. 19).
Fue la amistad con Jonatán la que salvó a David de la muerte (c. 20), pero no del exilio (c. 21). Perseguido incluso en esa circunstancia, David no quiso quitar la vida a Saúl a pesar de tener oportunidad para ello (c. 24), pero se vio obligado a llevar una existencia de perseguido. Con todo, incluso en medio de esas circunstancias, no se vio abandonado por Dios. Conoció y contrajo matrimonio con Abigail (c. 25), un número considerable de seguidores se le sumaron y encontró refugio entre los filisteos, los enemigos por antonomasia de Israel (c. 27).
Un Saúl cada vez más desesperado acudió a consultar a una adivina –sí, no sucede sólo entre los políticos españoles– para acabar escuchando que sus días estaban contados (c. 28). Sólo la desconfianza de los filisteos hacia David evitó que éste tuviera que verse ante la tesitura de combatir contra Saúl porque lo cierto es que aquellos decidieron someter de una vez por toda a los israelitas. Saúl y sus hijos fueron derrotados militarmente en el monte de Gilboa y el rey optó por quitarse la vida para no caer en manos de sus enemigos.
Se mire cómo se mire, son muchos los que quedan mal en el relato. De entrada, el pueblo de Israel fue incapaz de estar a la altura de las circunstancias e intentó enfrentarse con sus problemas siendo como todos los reinos, es decir, todo lo contrario de lo que constituye la esencia de su llamado.
Saúl, el primer rey, también dejó de manifiesto que valoraba más su popularidad que la obediencia a Dios y no dudó en perseguir al mejor del reino impulsándolo al exilio.
Al fin y a la postre, todo concluyó con un desastre nacional en el monte Gilboa. Ante nosotros, no se ha negado nada, no se ha ocultado nada, no se ha escamoteado nada porque la Biblia es un libro fiel a la verdad y no al servicio de intereses.
Volveremos a encontrarnos con esa característica una y otra vez en entregas sucesivas. Y también con otra no menos relevante: a pesar de los errores, de la necedad, de la ingratitud, de los pecados de los hombres, Dios siempre lleva a cabo Sus propósitos.
Lecturas recomendadas: El llamamiento de Samuel (c. 3); Los filisteos se apoderan del arca (c. 4-5); Israel pide un rey (c. 8); Saúl se convierte en rey (c. 9-10); Samuel se despide del pueblo (c. 12); Saúl es rechazado (c. 15); David vence a Goliat (c. 17); Saúl intenta matar a David (c. 19); David huye de Saúl (c. 21); Saúl consulta a la adivina (c. 28); Muerte de Saúl y de sus hijos (c. 31).
Continuará
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