Penapenitapenase presentó sin avisar en mi casa una mañana. Una mañana que para algunos era de fantasía, ensueño y sol intenso, pero para una servidora no. Una servidora estaba rara. Todavía no he descubierto qué era lo que me pasaba pues, en el cielo, mis ojos sólo veían nubes negras, negras y amenazantes.
Era la hora del desayuno cuando
Penapenitapena, con cara compungida y con estómago alegre se sentó a mi mesa exigiendo una taza bien colmada de café con leche, un bocadillo con jamón ibérico, tomate y aceite de oliva de sabor intenso y un zumo de naranja natural. ¡Vamos, como si estuviera en una cafetería!
—Tengo hambre atrasada, me soltó sin preguntarle.
Conocía a Penapenitapena de oídas. Decían que era conquistadora, que se presentaba en las casas sin previo aviso y que procuraba salirse siempre con la suya. Lo noté enseguida porque me adulaba, me piropeaba, me ofrecía su amistad eterna...
Sin más, cuando hubo terminado de comer, se arrodilló a mis pies y manifestó llorosa:
—Si quieres me quedaré contigo -decía con voz dulzona- déjame ocupar tu corazón.
Yo, en un intento de resistencia, me hacía la interesante, la distraída, y ella seguía insistiendo cada vez con más ganas, con más lágrimas.
—Anda, chiquilla, déjame vivir en ti, vengo preñada y quiero hacer nido en tu pecho. Te aseguro que no te arrepentirás. Todo el mundo te verá de otra manera. Te tendrán lástima. Dirán “pobrecita, que mal está” y te harás notar. Incluso tú misma, al verte en el espejo, descubrirás el rostro nuevo que nadie, más que yo, puede darte.
—Lo siento, pero es que sólo dejo pasar a mi interior sentimientos equilibristas, o equilibrados, como prefieras- respondí mirándola a los ojos con cierta tristeza que hacía juego con sus ojos.
—¿Equilibristas? ¡Pues yo soy equilibrista, nena!- dijo apoyándose en mi hombro (cada vez la tenía más cerca y cada vez me molestaba más su presencia).
¡Ay que pesada era! (Ya sentía que se me estaba colando por una pequeña grieta, sangrándome, doliéndome).
—Como comprenderás, tendrás que demostrarlo. No me fío de tus palabras.
—De acuerdo, estoy a tu entera disposición, tú mandas.
La llevé a la azotea, la coloqué en el borde de la baranda y le pedí que caminara para comprobar su equilibrio.
Penapenitapena comenzó a caminar. Primero algo dubitativa, después muy orgullosa. Tan segura estaba de sí misma que extendió los brazos en cruz como si fuera a desplegar unas alas imaginarias.
Al mostrar sus habilidades me miraba socarrona. Yo también la miraba. Esperé el momento y, en un descuido, la empujé sin compasión. Mientras caía a la calle desde una altura de doce pisos exclamé:
—¡No tengo sitio para que me vivas dentro!
Un gritito triste se oyó durante el descenso, lo recuerdo a la perfección.
¡Ay Penapenitapena! Bajó treinta y seis metros en línea recta y se suicidó, pues aunque fui yo quien la empujó, ella sola se mató. El rastro que quedó de su esencia se lo comió un chucho que desde entonces está aullando y se dedica a cruzar de una acera a otra sin permiso del semáforo, como esperando que algún vehículo lo atropelle.
¿Qué tendría
Penapenitapena, que se aferraba a conducirnos a todos la desgracia?
¡De lo que me he librado!
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