Cuando salieron de la sinagoga, Jesús fue (…) a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama, con fiebre. Se lo dijeron a Jesús, y él se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Al momento se le quitó la fiebre y se puso a atenderlos. Marcos 1, 29-31
Como cada día, Azriela se levantó al alba, cruzó el patio para llegar hasta el fogón. Preparó la leña y prendió fuego. Se acercó hasta un grupo de gallinas y les arrojó un puñado de semillas. Recogió los huevos que aún estaban calientes y los apiló donde daría sombra a las horas de sol. Miró el cielo y con una sonrisa triste dio gracias a Yahvé por concederle otro día, ¿cuántos más le quedaban? Al bajar la vista observó unos instantes a su hija sentada sobre el taburete, ordeñando la cabra. Guilia era de mediana estatura, la piel morena clara, ojos pequeños y vivos y los labios prominentes. Después del primer parto sus caderas se habían ensanchado visiblemente. Con el segundo le aumentaron los senos. A los ojos de Simón, su esposo, era una mujer bella, no tanto como para incitar pensamientos encantadores en las mentes de otros hombres pero sí en él, que se había adaptado a abrazar su cuerpo cuando dormía en casa, a saborear el aroma del sudor del día que lo impregnaba, a esconder el rostro entre su pelo largo y rizado y acurrucarse entre sus brazos como un niño durante las noches frías. Se sentía orgulloso.
Guilia se dio cuenta que su madre la miraba y mutuamente se saludaron. A continuación Azriela marchó a la calle. El viento cálido le golpeó en la cara y se refugio bajo su falda abultando su silueta. Dos días llevaba el aire meciendo los troncos de las palmeras, provocando la caída de los frutos maduros, levantando la tierra, formando nubes y molestando los ojos. Caminó despacio hasta aproximarse a la fuente para recoger el agua. Llenó su cántaro y bebió un poco. El polvo se le había metido en la garganta.
Durante el trayecto de vuelta recordaba como cuando enviudó, Guilia y Simón la acogieron. Entre ellos se sentía útil. Sabía que ayudando en las tareas domésticas y en el cuidado de los nietos se ganaba el sustento y no era un estorbo. Su yerno, bravucón de nacimiento, dedicaba mucho tiempo a su trabajo en el mar y últimamente pasaba ratos con Jesús, ese hombre al que ella se atrevía a admirar y que algunos empezaban a llamar Mesías. No ver demasiado la cara de Simón la llevaba a escasos enfrentamientos. Azriela era de pocas palabras, respondía con frases cortas si se le preguntaba algo.
El día anterior, su cuerpo había comenzado a dar muestras de malestar, sin embargo, al llegar la noche volvió a la normalidad. Ahora parecía de nuevo mareada. Quiso disimular su estado para no preocupar a Guilia. Dejó el cántaro cerca del fuego y se miró las manos, los dedos visiblemente torcidos, la piel arrugada y con manchas. Aceptó, una vez más, su vejez. Aquellas manos curtidas y fuertes que tanto habían trabajado, que tanto sol habían recibido, daban señales explícitas de sus años. Las remojó un poco en agua templada por el calor antes de tocar los alimentos que, junto a su hija, debía preparar. Aquel era un día especial.
A media mañana se hallaba exhausta. Le dolían la cabeza y las piernas. El malestar le hacía posible la localización de todos sus huesos. Notó que eran muchos aunque se sabía incapaz de contarlos. Tomó asiento. El sudor empapaba su frente.
Guilia estaba de espaldas, terminando de completar el guisado de legumbres. Le habría gustado poner carne, sin embargo, Simón no había dejado en la bolsa destinada al sustento monedas suficientes. La pesca tenía esas cosas, unos días era abundante y otros... Además, esa misma mañana debía pagar a los hombres que trabajaban con él. Se dio la vuelta con intención de salir a la calle para tirar el contenido de una vasija donde había enjuagado los ingredientes y vio a su madre reclinada en la silla, los ojos cerrados, las manos ocultas bajo los brazos y las piernas contraídas.
Apenas ocupaba lugar. Parecía que el paso de los años la encogía. Era imposible imaginar al verla que había albergado en su vientre ocho criaturas, las que había amamantado sin recurrir a otras mujeres que se dedicaban a dar de mamar por un poco de dinero extra. - ¿Qué te ocurre, madre? - preguntó acercándose- ¿Te encuentras bien? - Tengo frío. - ¡Estás enferma! - No. No me pasa nada, solo es eso, que tengo frío.
Guilia la ayudó a levantarse y la acompañó hasta la cama. - No pasa nada, hija, me pondré bien. En cuanto el calor vuelva a entrar en mí estaré bien - comentó a regañadientes. - Acuéstate, madre. Tienes fiebre. - No puedo. Debo ayudarte, es necesario que esté contigo. Si Jesús viene quiero estar cerca.
A Azriela le temblaba el cuerpo. Apenas podía mantener alzados los párpados. - Vamos, descansa un poco. Cuando llegue te aviso. - ¿No crees que es un hombre lleno de sabiduría, que hay algo especial en él? Enseña. Sus palabras se me clavan dentro y no me las puedo sacar. Al principio lo tomé como una novedad, algo a lo que no estamos acostumbrados, pero su efecto continúa en mí sin querer despedirse. - Sí, madre, así le veo yo también. - ¿Crees que podrá convencer a la gente? - Con el tiempo se verá- declaró con el semblante entristecido,- duerme ahora. - Pero yo no tengo tiempo. Tiempo es lo que me falta - habló angustiada- , le he oído en la plaza. Habla con las mujeres sin reparos, sin importarle los comentarios que se producen a su espalda. Tiene muchas seguidoras. Es una lástima ser tan vieja y no poder... - Azriela suspiró dolorosa. - Descansa, no te canses más, hablaremos más tarde. - Hija, estoy inquieta, me duele todo. ¿Serán demonios? Los demonios abundan por estas tierras, dijo con gesto receloso, como si los viera allí presentes. He oído historias terribles sobre ellos, ¿tú qué piensas?
Guilda hizo como que no había oído la pregunta. Consiguió acostarla. Cubrió su cuerpo pequeño y escuálido para calmar las sacudidas que ya se apoderaban de él. Miró a su alrededor y las paredes de la alcoba le parecieron más tristes, más viejas y más oscuras.
Apartó el guiso del fuego dejándolo cerca del calor y avivó las brasas para hervir los huevos. Limpió los dátiles y los higos. Probó si estaban lo suficientemente dulces antes de agruparlos en un plato pequeño para que abultaran aparentando abundancia y los puso sobre la mesa. Vio que la masa del pan empezaba a fermentar.
A cada poco rato atravesaba el patio, se acercaba sigilosa a la estancia de su madre. Esta vez la encontró mirando fijamente el techo, la instó a volverse de lado para evitar que cualquier brizna de las ramas o del barro se soltara y le dañara los ojos. Le secaba el sudor al tiempo que un misterioso miedo se metía en ella intentando ocupar todo su espacio, ¿serían demonios? Nunca la había visto así. Nunca antes había pensado que la muerte podía aparecer en cualquier momento para llevársela. La quería tanto... y la necesitaba. Vivía habituada a su presencia, a su silencio, a su compañía cómplice en todo momento. Cuando falleció su padre lo vivió de manera natural y ahora... Se acordó de sus hijos y se alegró de que su hermana los hubiese llevado a pasar unos días con ella. Tenerlos en casa en esas circunstancias era lo que menos necesitaban.
Se acercó a la puerta exterior para imaginar la hora por la posición del sol. Vio como Simón corría hacia ella. Quería avisarle que Jesús estaba apunto de salir de la sinagoga, habían acordado verse entonces. Vendría con Santiago, Juan y su hermano Andrés. Guilia miró a su marido en silencio por ver si este adivinaba qué pasaba y al notar que no se daba cuenta comenzó a llorar.
- Mujer, ¿qué te pasa? Parecías alegre con nuestros invitados, ¿Me dirás que has cambiado de opinión? - No, no es eso, Simón. Es mi madre. - ¿Qué le pasa? - Tiene mucha fiebre y siento miedo. Es la primera vez que la veo así.
Simón frunció el ceño antes de hablar. - Mal día ha elegido mi suegra para enfermar. Mal día. Pudo haber escogido ayer, o decidirse por mañana o por el sábado que es día de descanso. Jesús está al llegar, continuó con la cara enrojecida, sabes que hace tiempo que deseo celebrar con él esta comida. Necesitas que tu madre te ayude, ¿desde cuando está así? ¿No puede levantarse? - preguntó tomándola por los hombros.
Simón, hombre de mar, era fuerte y musculoso. Desde niño ese era el único trabajo que conocía. Se irritaba fácilmente y le costaba retornar a la serenidad.
Azriela les oía hablar en la distancia. Simón poseía una voz con arranque. Jesús no es como mi yerno, él ve con mirada distinta a las mujeres, no las humilla ni las carga con trabajos, pensó censurando las palabras de su yerno.
- A media mañana la noté sin fuerzas, respondió Guilia a su esposo. - ¿Está todo preparado?, dime que sí. Si ves que necesitas ayuda avisa pronto a tus amigas. - Creo que no hará falta, podré terminar de organizarlo todo. ¡Ah!, olvidé poner un poco de queso fresco, voy ahora.
Simón, nervioso, se encaminó a paso ligero hacia el encuentro con Jesús sorteando la colocación heterogénea de las casas de Cafarnaúm. Le vio de frente, acompañado de sus amigos y de Andrés como estaba previsto. Mantenían una conversación afable que terminó en cuanto él se acercó apunto de derribarlos con la embestida de su abrazo.
En un intento de recobrar la compostura, Guilia recolocó llorosa el tirabuzón de cabello oscuro que se hallaba fuera de lugar, se acomodó la tela que le cubría la cabeza, apretujó la tela del vestido y se limpió los ojos, luego alisó lo arrugado. Mientras, se acercaba a la mesa para colocar el queso, el vino y algunos vasos. Puso de nuevo el guisado en el fuego por si había perdido calor y fue hasta su madre. Permanecía dormida. Le secó de nuevo el rostro con otro paño limpio.
Al incorporarse Simón a la comitiva no dijo nada sobre lo que le ocurría a su suegra, con la esperanza de que Jesús no deshiciera sus planes de visitarlo para no causar inconvenientes. Había previsto todo como si se tratara de un día de fiesta. Escucharían las historias con las que Jesús solía enseñar. Disfrutarían de su buen humor. Presumiría ante sus vecinos. Pronto su puerta estaría llena de gente, deseando entrar, envidiándolo.
Juntos entraron en la casa. La mujer de Simón le ofreció el saludo. Jesús notó la tristeza húmeda de sus ojos y preguntó: - ¿Qué es lo que te turba, mujer? Creí que mi presencia aquí era bienvenida. - Y así es, respondió ruborizándose, pero mi madre ha enfermado de repente y está en la cama. Me temo lo peor. De nuevo comenzó a sollozar, inclinando el rostro, tapándose con las manos para que los invitados no la vieran. Jesús se conmovió. En ese momento, los amigos le rogaron que hiciera algo. - ¿Dónde está?, preguntó con el deseo, contrario a la costumbre social, de no dejarla apartada de la celebración.
Guilia y Simón le condujeron hasta Azriela. Deliraba un poco, se movía y hablaba de manera incoherente. Jesús, inclinado sobre ella, le hablaba al oído. Guilia sonreía nerviosa, miraba con atención a Jesús y a su madre alternativamente. Él tomó a la anciana de la mano. Ordenó a la fiebre que abandonara el cuerpo y al momento Azriela despertó como quien deja atrás un mal sueño. Sin esperar un momento más, con la ayuda de Jesús se levantó presta y alegre.
Ante los consejos y la insistencia de él para que no se afanaran demasiado, Azriela y Guilia se dispusieron a formar parte del festejo, disfrutando de sus palabras y enseñanzas. Jesús, aquel varón tan distinto a los demás, compartía sin hacer distinción alguna de clases sociales, sin hacer diferencia entre hombres y mujeres.
Azriela: Dios la ayudó Guilia: Joya de Dios
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