La suya era una vida para celebrar de las de verdad, de las que realmente han vivido mucho y tienen mucho que contar.
Las despedidas son siempre muy tristes, pero la pérdida de algunas personas supera con mucho ese sentimiento y nos hace despertar a la sensación de que ya nos han pasado definitivamente el testigo, que ahora somos la generación de referencia, que ya no hay excusa.
Pero ¿cómo podemos relevar a alguien como Ruth Sánchez?
Acaba de cumplir cien años y los suyos se lo habían celebrado a lo grande. La suya era una vida para celebrar de las de verdad, de las que realmente han vivido mucho y tienen mucho que contar.
Y si se trata de contar lo vivido no ha habido nadie -ni lo habrá jamás en este rincón peninsular- como esa mujer pequeña de ojos vivos y eterna sonrisa, capaz de atraparte en su relato de las cosas, capaz de hacerte oír el murmullo de las hojas en otoño, del discurrir de las aguas en el río o de hacerte percibir el matiz de los colores, mientras te tatuaba identidad sin que apenas te dieras cuenta de la trascendencia de su memoria en tu propia vida; daba igual la edad de quien escuchaba, sabía adaptarse perfectamente al perfil del oyente sin dejar de ser fiel a la verdad de lo sucedido.
Recuerdo nuestra última entrevista cuando comenzamos nuestro proyecto de recuperación de la memoria histórica del protestantismo en Galicia, hace ahora unos cinco años. Mi compañero en el proyecto, Miguel, no la conocía y había confiado en mí a la hora de escoger informantes para iniciar este trabajo.
Yo sabía que ella era el referente con mayúsculas para un trabajo histórico sobre el evangelio en Galicia como el que teníamos por delante, basado en historia oral; pero el modo en el que nos fue relatando lo vivido durante la Guerra Civil, el dolor y el sufrimiento por la detención de los nueve protestantes en su aldea -entre los que se llevaban a su hermano y a su madre- la angustia por la dureza con la que se condenó a su madre a nueve años de prisión nada menos que en Motrico, en Euskadi (el terrible penal para mujeres habilitado por los sublevados del general Franco, y que fue ejemplo paradigmático de la "limpieza y reeducación ideológica, moral y religiosa" que caracterizó al régimen franquista durante los años de la guerra y postguerra inmediata) nos atrapó de tal manera que se nos hizo imposible despegarnos de un relato en el que se entrelazaban de manera tan prodigiosa acontecimientos históricos, emociones personales y contexto natural y en el que pulso narrativo quedaba marcado por la transmisión de identidad: la del hijo de Dios rescatado, la de la estirpe que se inició en el capítulo 11 de Hebreos y se continúa con todos nosotros. La identidad de aquellos que aman la Biblia y su mensaje de salvación por encima de cualquier circunstancia o peligro, incluso si ese peligro implica perder la vida o la libertad.
Esa Biblia que leyó hasta el último día de su vida en su cama del hospital, cuyo mensaje ha creído firmemente y ha sabido transmitir como nadie a los suyos, a todos nosotros; la Biblia que le mostró quien era su salvador y de donde extrajo las fuerzas y el coraje para luchar por su madre y por su familia en aquel difícil contexto de violencia. Su salvador, de quien pudo aprender de forma practica a amar a sus enemigos, a aquellos que habían acusado falsamente a su madre y con quienes tenía que convivir en su aldea; su Salvador al que amó desde su niñez y de quien se aseguró dejar bien encargado: "no habléis de mí en mi funeral, que todos me conocen en el pueblo, hablad de Cristo, que a El no lo conocen".
Por eso, su familia pudo despedirla entre lágrimas cantando junto a su lecho "esperando, esperando otra vida sin dolor, do me dé la bienvenida, mi Jesus, mi salvador".
Sabemos que la veremos un día, que ahora está al lado de sus seres más queridos y de su amado señor Jesús, pero también sabemos que su espacio queda vacío entre nosotros, que no sabremos igualar ni remotamente a esta mujer a la hora de relatar nuestra historia a las nuevas generaciones. Nos ocuparemos de esa tarea, que no quepa ninguna duda, pero mucho me temo que las generaciones mas jóvenes tendrán en nosotros unos transmisores de identidad mucho menos atractivos que nuestra querida Ruth Sánchez Valladares.
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