Estar convencidos de nuestra creencia en Cristo nos hace tratar a los otros como gente fuera o por debajo de nuestra jurisdicción: valemos nuestro peso en oro, los demás están perdidos, sin destino.
Particularmente no me gustaría ser tratada como “perdida” por miembros de otras congregaciones religiosas o asociaciones. Posiblemente para un testigo de Jehová, dada mi “no pertenencia al grupo”, yo esté perdida. Para los que están a favor del tabaco, sea una perdida que además se pone en contra y les fastidia. Para los que votan a favor del aborto, soy una perdida que actúa diferente a ellos y padezco además la locura de creer que un feto es un ser humano.
Cuando tratamos a nuestra vecina o vecino como alguien que está perdido o tonto, más que acercarle al tesoro que queremos mostrarle, le apartamos, ya que nos estamos situando sobre un podio superior. Nadie quiere ser considerado inferior. Puede aceptar que no es creyente, pero no ser tratado como perdido. Esta es una expresión provocativa que ofende.
Un no converso a nuestra fe probablemente no se sienta en el lugar que le colocamos, ¿perdido de qué?, ¿en qué, si lo tiene todo muy claro en esta vida?
Personas no creyentes suelen tener horizontes más definidos que los nuestros. Nosotros, “los no perdidos”, confundimos bastante, pues predicamos lo que es bueno, hacemos lo que es malo y disimulamos. Abrazamos al desconsolado y momentos después le soltamos al vacío. Los supuestamente perdidos ven claro que en ocasiones no somos personas de fiar y además los desprestigiamos.
Solemos perdernos en las maneras y expresiones, intentando demostrar las maravillas del Señor para el ser humano. Nos perdemos porque hacemos uso de las Buenas Nuevas según nuestra conveniencia y nuestra pobre filosofía de la vagancia.
Un simple ejemplo del que hacemos uso para no avanzar es el texto de 1ª Carta a los
Corintios 1:27-29 Y es que, para avergonzar a los sabios, Dios ha escogido a los que el mundo tiene por tontos; y para avergonzar a los fuertes ha escogido a los que el mundo tiene por débiles. Dios ha escogido a la gente despreciada y sin importancia de este mundo, es decir, a los que no son nada, para anular a los que son algo.Así nadie podrá presumir delante de Dios. Este texto, que quiere significar otra cosa, lo he oído infinidad de veces en las predicaciones, aplicado para justificar nuestra pereza espiritual, evitarnos complicaciones y alentar a los vagos a seguir de brazos cruzados esperando que caigan las bendiciones del cielo, hacia donde se les pierde la vista de tanto mirar pasivamente. Estos socorridos versículos justifican nuestra necedad.
Estamos perdidos porque hacemos el esfuerzo para convencernos de que Dios nos anima a no prepararnos, a no avanzar y desde nuestras propias limitaciones rechazamos cualquier instrucción y estrechamos con fuerza la desfachatez de llamar al otro perdido. ¿Qué ve el otro en nosotros? ¿A quién reconoce al vernos, al observar como vivimos? ¿Qué ve que él no tenga y necesite, y esta necesidad le lleve a reconocer su perdición? ¿Qué tengo yo que él desee?
El aforo del salón común de la ignorancia y arrogancia está repleto, es aplaudido y realzado, contentado por quienes dicen que están llamados a enseñar y no enseñan.
Presumimos de nuestra identidad cristiana entre las cuatro paredes del templo. Ahí nos encontramos formando parte de la salsa. Salimos y segundos después estamos tan perdidos como el resto, sin embargo, si el resto tiene la excusa de no conocer la Palabra ni el Camino, nosotros no. Perdidos. Estamos perdidos en la Verdad que se nos escurre de las manos.
Si queremos podemos adquirir suficiente inteligencia y creatividad como para usar otras palabras y llevar el evangelio de salvación a quien todavía no conoce al Señor. ¿Por qué no empezar contando de nuestra propia perdición antes de que Él se nos mostrase?
Yo estoy más perdida que quien duerme en el banco del parque los efectos del alcohol o la droga, de quien comete delitos penados por la ley...
¿Perdido el otro? No, perdida yo. Porque creyendo no creo, sabiendo no sé y teniendo un norte me distraigo en el refugio de mi orgullo humillando al otro con el trato que le doy. Le condeno. Tengo la desfachatez de condenarle.
Transito perdida en el laberinto de la locura mental-espiritual al tapar mi verdadero yo y mostrarme como una fotografía falsa, a todo color, sacada del santoral, firmada con mi autógrafo.
Sentirse perdido es el estado en el que hay que reconocerse antes de ser hallado y hallar a otros, no como debo llamar a quien no forma parte de nuestra creencia.
¿Perdido el otro? No, perdida yo.
¿Dónde está nuestra esperanza, entonces?, ¿la tenemos? Así es. «El Espíritu nos da sensibilidad para escuchar y consejo y fortaleza para acompañar a las personas que sufren en el camino. No nos permite pasar de largo de quien solicita nuestra ayuda, y esto sin acepción de personas... Escuchar el clamor del que sufre, es señal de que“el Espíritu del Señor está sobre mí... y me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena noticia” (Lc 4:18-19)». Del libro Regalos del Espíritu para un mundo con prisas (En Clave de mujer, DDB).
Si quieres comentar o