La Torah afirma que el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios y que, por ello, está llamado a ejercer su destino transformando la creación que le rodea.
Una obra que, en realidad, es un conjunto de cinco libros redactados en períodos distintos de tiempo, cuya extensión es más que media y, sobre todo, que contiene material de una antigüedad muy considerable debería resultarnos casi por definición considerablemente lejana.
Ciertamente, ésa es la sensación que nos invade cuando leemos las fuentes mesopotámicas o egipcias e incluso cuando repasamos las obras de la mayor parte de los clásicos griegos o latinos muy posteriores a la Torah. En esos casos, ni siquiera la sensación de percibir algo sublime opaca el sentimiento de distancia que nos embarga. De hecho, hasta cuando los puntos de contacto parecen mayores, resulta obvio que aquellos hombres y aquellas mujeres se planteaban problemas y soluciones que, en la inmensa mayoría de los casos, para nosotros ni resultan interesantes ni nos parecen válidas.
Lo que uno descubre a medida que va avanzando en la lectura de la Torah es realmente muy distinto. Es cierto que sus normas relativas a los sacrificios o a las disposiciones alimenticias nos resultan distantes y en buena medida así eso mismo les sucede incluso a los judíos practicantes.
Sin embargo, pese a esas matizaciones indispensables, lo cierto es que las líneas maestras de la Torah tienen una vigencia que nos golpea con la contundencia de un trallazo.
En primer lugar, llama extraordinariamente la atención el alto concepto que la Torah tiene del ser humano. Mientras que en el s. XXi sigue siendo objeto de controversia si existen o no razas superiores o si determinadas legislaciones respetuosas de los Derechos Humanos pueden y deben aplicarse a todas las culturas; mientras que no pocas acciones políticas o sociales se fundamentan en la afirmación, a veces apenas encubierta, de la inferioridad de ciertos grupos humanos, la Torah afirma que el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios y que, precisamente por ello, está llamado a ejercer su destino transformando la creación que le rodea.
Lejos de ser un número o una estadística, cada hombre, cada mujer, prescindiendo de su cultura, de su raza o de su época, lleva impresa en si la imagen y la semejanza del Ser Supremo.
Cuando alguien engloba a todos los componentes de un colectivo – por muy detestable que pueda ser el colectivo - en una masa informe a la que condena, desprecia o ridiculiza está escupiendo sobre el mismo rostro de Dios.
En segundo lugar, la Torah es poderosa y provocadoramente desmitologizadora en sus relatos. Para cualquiera que conozca mínimamente el carácter de los textos cosmogónicos y mitológicos de la Antigüedad (uno se atrevería incluso a decir que también de la época actual) no deja de ser refrescante la lectura de libros como Génesis o Éxodo.
En el primero, las fuerzas de la Naturaleza, los astros o los animales no son dioses como en Mesopotamia y Egipto, como en Grecia y Roma, como en China o la India. Se reducen simplemente a ser elementos naturales creados por el único Dios y con los que el ser humano ha de enfrentarse quizá día a día, pero nunca en régimen de veneración. Los filósofos griegos condenados por afirmar que el sol no era sino una bola de fuego y no un dios, jamás hubieran sufrido ese destino en Israel.
En el segundo de los libros de la Torah, el Éxodo, esa desacralización alcanza también al poder político. El faraón podía ser considerado un dios por sus contemporáneos - de hecho, así era efectivamente - pero, en realidad, no pasaba de ser un mortal reconcomido en ocasiones por los peores defectos humanos y dispuesto para mantener su poder a hacer uso de la opresión y del genocidio. En su poder no había, por lo tanto, nada de sagrado sino más bien de diabólico. A partir de ese punto de partida, todo culto estatal - sea cual sea el carácter de éste - no puede ser calificado sino de perversidad e idolatría. Cuando además esa acción de gobierno pretende legitimarse para su opresión en lecturas de textos sagrados o supuestas promesas divinas, lejos de afirmar su derecho deja aún más de manifiesto su carácter verdaderamente satánico porque Dios no puede jamás legitimar ni respaldar el mal por mucho que se vista con ropajes religiosos.
No resulta en absoluto exagerado afirmar que la Torah está impregnada de un impulso tan colosal de desmitologización que llega a extremos de contraculturalidad y no sólo por lo que se refiere a las culturas donde transcurren sus relatos sino también en relación con las de cualquier época.
El texto donde se narra la historia de Abraham nada más haber hecho referencia a la de la torre de Babel es, en si mismo, uno de los más vigorosos alegatos contra los afanes provocados por la soberbia del hombre y sus desastrosos resultados. Mientras los babelitas sueñan con llegar hasta el cielo y así hacerse un nombre, Abraham desprecia esa visión. Por el contrario, pone su vida en las manos de Dios y confía en que Éste actuará. Si en el primer caso asistimos a la brega que nunca puede satisfacer de los que se esfuerzan por dejar su huella en la Historia ; en el segundo, nos encontramos con aquel que ha decidido dejar la historia en manos de Su autor y esperar de Él el cumplimiento de las promesas. En un caso, el hombre se ve deshecho por su propia impotencia para alcanzar sus ambiciones ; en el otro, es consumido por un ideal que le llena de esperanza, que impulsa su existir y que da sentido a su vida.
En tercer lugar, la Torah, a diferencia de distintas corriente ideológicas y religiosas, presenta una visión buena del mundo material.
Es consciente y así lo indica en Gen 3-4 de que el pecado del ser humano ha provocado una alienación de éste en relación con Dios, sus semejantes y el cosmos pero, a la vez, considera que, incluso dañado, este mundo conserva buenas cosas que ofrecer al hombre. No deja de ser significativo al respecto que el trabajo no sea considerado en el relato del Génesis como una consecuencia de la Caída -como algunos desconocedores del texto se empeñan en afirmar- sino como una actividad que el hombre llevaba a cabo incluso en su estado de felicidad prístina.
Al fin y a la postre, el ser humano no ha sido llamado a la inactividad sino, por el contrario, a la realización de un trabajo en esta vida.
En cuarto lugar, la Torah lleva implícita una visión de la Historia y de la existencia particular de cada ser humano que dota a ambas de sentido.
En ningún momento oculta sus aspectos negativos y, de hecho, en sus relatos nos encontramos con episodios que van desde el fratricidio a la violación pasando por el engaño, la opresión o la idolatría. Sin embargo, persiste la idea de que incluso en sus momentos más aparentemente absurdos, la existencia humana posee un significado que le proporciona su sentido.
Abraham que abandona a su familia y su pais; Jacob que tiene que exiliarse; José que es vendido por sus hermanos y convertido en un esclavo constituyen todos ellos tipos de personajes aparentemente fracasados, pero a través de los cuales existe un hilo conductor que no es el del fracaso sino precisamente el de la consumación de un propósito que trasciende a los seres humanos.
Finalmente, la Torah es inmensamente importante por dos repercusiones religiosas -aparte del monoteísmo- realmente radicales.
La primera de ella es que su legislación religiosa introduce unos elementos éticos que no solamente son sustanciales sino que además rebasan el área de las relaciones interpersonales para entrar en el terreno más complejo de lo social.
Como en otros códigos religiosos, la Torah prohíbe el adulterio y el hurto, el falso testimonio y el homicidio, la práctica de la homosexualidad y las lesiones.
En eso quizá poco tiene de original. Sin embargo, junto con la insistencia en vedar la fabricación y el uso de imágenes para el culto, se caracteriza por un profundo sentido social que prácticamente resulta desconocido en las legislaciones hasta el s. XX.
Llegaría a ser demasiado prolijo detenerse en esa cuestión, pero no deja de resultar impresionante como en los preceptos de la Torah, por ejemplo, se atiende de manera especial a los más desfavorecidos (huérfanos, viudas y emigrantes), se limita cronológicamente la duración de la esclavitud, se establecen leyes de cuidado del campo y de las bestias, se defiende la prohibición del préstamo usurario, se niega el carácter de propiedad privada de la tierra e incluso en un deseo de evitar el enriquecimiento escandaloso de unos a expensas del depauperamiento de otros se ordena el perdón total de las deudas y la devolución de la tierra inicialmente poseída a sus primitivos propietarios.
La segunda repercusión, tremendamente fecunda en términos de la Historia de las religiones, consiste en el hecho de que la Torah afirma que los pecados sólo pueden ser expiados mediante el sacrificio de un ser perfecto y sin mancha que encuentra la muerte en favor del pecador.
Como señala el libro de Levítico: “la sangre hará la expiación” (Lev 17, 11). Realmente ningún ser humano puede pretender alcanzar la salvación por sus propios medios ya que todo depende de la benevolencia de Dios.
Continuará…
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