El relato de “La isla mínima” ocurre en los años 80. Un film intenso de dos policías que investigan la desaparición misteriosa de varias chicas en las Marismas del Guadalquivir.
“El pasado vive en el presente. Basta cualquier excusa, por nimia o banal que sea, para que aflore de nuevo: para que volvamos a ser quienes fuimos”, escribe Javier Cercas en “El vientre de la ballena”. La sombra del ayer es alargada. Creíamos que podíamos pasar página y dar por cerrada la Historia reciente, pero los lodos y marismas del presente, nos muestran que hay demasiadas heridas abiertas. De ello nos habla la impresionante película “La isla mínima”, probablemente, la mejor del cine español este año pasado.
Se dice que en tiempos de crisis resurge el género negro. Lo cierto es que algunas de las novelas, películas y series de televisión más populares actualmente, pertenecen al ámbito criminal. Lo curioso es que muchas de ellas se desarrollan en el pasado. Es como si al volver atrás, pudiéramos encontrar la forma de diagnosticar los traumas del presente. Y no hay mejor manera de iluminar los recovecos más oscuros de nuestra sociedad, que en clave de thriller.
Fascinante desde los títulos de crédito, el intenso relato de “La isla mínima”, nos devuelve a los primeros años ochenta. Este deslumbrante film nos presenta a dos policías de Madrid que llegan a las Marismas del Guadalquivir, para intentar esclarecer las desapariciones misteriosas de varias chicas, que parecen haber sido llevadas por el aire. La atmósfera amenazante de la Transición, crea un ambiente desasosegante en este drama convulso, cuya intriga funciona con precisión milimétrica.
DE DÓNDE VIENEN ESTOS LODOS
Tales personajes, semejante escenario y parecida época, podría hacer pensar que la película está inspirada en la serie “True Detective” –el otro acontecimiento del año en términos televisivos–, pero la producción del canal por cable norteamericano HBO es posterior a la película del sevillano Alberto Rodríguez. El director ya había mostrado su solvencia en el cine de género con “Grupo 7” (2012), una poderosa historia de corrupción policial en los años previos a la inauguración de la Expo 92, cuando el centro de Sevilla estaba tomado por el tráfico de drogas.
Al visitar una exposición del fotógrafo Atín Aya, Rodríguez concibe una especie de western, en medio de estos islotes con personas aisladas entre miles de hectáreas donde se cultivó arroz hasta la guerra civil, cuando muchos se desplazan a Valencia, para llevar a cabo esta labor. Inspirado en documentales de los hermanos Bartolomé, como “No se os puede dejar solos” (1981) o “Atado y bien atado” (1983), y una película española, algo olvidada, como “El cebo” (1958) de Ladislao Vajda, nos enfrentamos aquí a los fantasmas de una Transición, todavía no superada.
Como en la actualidad, los primeros ochenta fue una época de paro, provocado por una crisis económica galopante, cuando el país se intenta definir en lo territorial y se discuten leyes como la del aborto. ¡Nada nuevo bajo el sol! Detrás de nuestra supuesta modernidad, seguimos discutiendo por las fosas ocultas de la memoria histórica, en un país que sigue instalado en la corrupción. Aquí todos tienen esqueletos en el armario. De estos polvos, vienen estos lodos…
A VISTA DE PÁJARO
El largometraje se abre con unas panorámicas aéreas de las marismas del Guadalquivir, que van marcando el devenir del proceso de una investigación que se pierde en el espacio y en el tiempo. A ras del suelo, no se ve más que un horizonte que se extiende hasta el infinito, pero desde arriba, nos vemos obligados a tomar distancia de unos acontecimientos, cuya injusticia clama al cielo.
Como en la película coreana “Memories of Murder (Crónica de un asesino en serie, 2003)”, o “Zodiac” de David Fincher (2007), “La isla mínima” refleja nuestro desorden presente en un relato “noir”, conjugado en pretérito imperfecto. El espectador se sitúa a la altura de los ojos de Juan (Javier Gutiérrez) y Pedro (Raúl Arévalo) como forasteros en tierra extraña, para descubrir el corazón de las tinieblas, allí donde parece que se acaba el mundo.
Esta misión imposible se enfrenta al convencimiento, tanto de las autoridades como de las familias de las jóvenes desaparecidas, de que no se trata más que de una escapada en busca de un empleo de hostelería en la costa mediterránea, al aire del aperturismo de los nuevos tiempos. El tráfico de drogas, las reivindicaciones de los jornaleros, o la resistencia de los caciques, se enfrentan a la tenacidad de un agente, Pedro, que quiere llegar al final de este asunto denso, cenagoso e impenetrable.
Algo de esa realidad oscuridad, fuera de la Historia oficial, salía a la luz en semanarios sensacionalistas como “El Caso”, o “Interviú”, que fueron muy populares en aquella época. Ese es el periodismo atrevido, que representa Martínez (Manolo Solo), un fotógrafo de sucesos que sufrió la represión franquista y se convierte en el tercer protagonista de la película, al descubrir el fondo que hay bajo este mar revuelto.
UN GRITO QUE CLAMA AL CIELO
Los planos aéreos que estructuran la película, dice Rodríguez, que tienen “una explicación metafórica”. Así el policía Juan “siente que alguien le está esperando, quizás como resultado de su condición de católico practicante”. La mirada desde el cielo contrasta con la realidad abajo, “su temor al infierno, al demonio, o a los muertos que lleva a sus espaldas”. Javier Estrada observa en “Caimán” que “los símbolos religiosos aparecen a menudo en su cine”. En este caso, además tienen connotaciones políticas, como el crucifijo del hotel en el que aparecen Franco, Hitler y Salazar.
El director cuenta que le resultó muy útil en la investigación, un libro de Alfonso Grosso, el suicidado escritor de la Transición, que ganó el Premio Planeta por su relato sobre un crimen real en Andalucia, “Los invitados” –curiosamente, fue la primera persona que entrevisté por teléfono, siendo adolescente, a finales de los años setenta–. Se trata de “Por el río abajo”, la crónica de un viaje que hizo Grosso con el comunista Armando López Salinas en 1960. En él se describe el crucifijo que aparece en la pensión de la película.
Este viaje a la España profunda desvela la oscuridad que corrompe a todo hombre. La gente piensa que el problema de la corrupción en este país, es cuestión de un puñado de banqueros y políticos, que necesitan ser castigados. La realidad es que este mal no es más que una manifestación de la enfermedad que la Biblia llama pecado. Nos parece bien buscar la justicia, cuando se trata de algo general, pero cuando lo que revela es la maldad de nuestro propio corazón, todo son excusas...
La mayoría de las personas se creen fundamentalmente, buenas. Intentan hacer lo mejor que pueden, y no piensan que hagan daño a nadie. Todos aparentamos hacer lo correcto –sobre todo, cuando otros nos observan–, pero ¿cuál es la realidad de nuestra vida, a los ojos de Dios? Queremos ser felices, pero no nos damos cuenta que la felicidad es consecuencia de algo, no su causa. Jesús nos enseña que la dicha de la bienaventuranza, viene cuando tenemos “hambre y sed de justicia” (Mateo 5:6).
HAMBRE Y SED DE JUSTICIA
Si nuestra necesidad de justicia fuera tan grande y apremiante como la que produce el hambre y la sed física, no veríamos nuestro mal como un pequeño problema. “Todos tenemos defectos”, decimos: “nadie es perfecto”. Es a la luz de la justicia de Dios, que descubrimos que nuestros mejores obras son como trapos sucios (Isaías 64:6). ¿Cómo serán la malas?, nos preguntamos.
Nuestra justicia es relativa. Tanto que Dios dice que “no hay justo, ni aun uno, no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Romanos 3: 10-12). Al Juez supremo, no le impresiona nuestra palabrería. Su concepto de justicia es mucho más profundo. Nuestra idea es la de los fariseos. Es una justicia externa, que se basa en nuestra confianza en nosotros mismos. Por eso lleva al orgullo y a la hipocresía.
En la bienaventuranza de Jesús encontramos una vez más, el maravilloso evangelio de gracia, un don suyo. “Los que tienen hambre y sed de justicia, ellos serán saciados”. Es un regalo de Dios. No podemos encontrarla aparte de Él. Es por “la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo” (v. 22), que somos “justificados gratuitamente por su gracia” (24). Y es su promesa, que si venimos a Él, por medio de Cristo Jesús, nunca tendremos hambre.
En el corazón del Evangelio hay un glorioso intercambio. Ponemos nuestros pecados sobre los hombros de Jesús en la cruz, y Él nos da su perfecta justicia (2 Corintios 5:21). Al ser llenos de su justicia, “somos perfectos” –como dice Filipenses 3–, pero eso no significa que “lo hayamos alcanzado ya, ni seamos perfectos”. Descubriremos que tenemos más hambre y sed de ella.
Cuánto más crecemos en su justicia, más nos damos cuenta de las ideas y actitudes que no se sujetan todavía al gobierno de Dios. El nos ve, sin embargo, por la justicia de Cristo. Y un día nos veremos tal y cómo Él nos ve, perfectos y sin mancha.
Ese día su santidad llenará la tierra, como las aguas cubren el mar. Seremos verdaderamente limpios, como Él es. Y nuestro propio cuerpo será transformado. Ya que por la resurrección de Cristo, triunfa la justicia. Dios tiene la última palabra. Todas las cosas son hechas nuevas. Ya no habrá sombras del pasado.
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