Los mayores hombres de Dios que he conocido son también los más humildes. Lo que destaca de Escobar es su gracia y generosidad.
Esta semana cumple ochenta años Samuel Escobar. Uno de los privilegios de dar clase en la Facultad Protestante de Teología –antes Seminario de la Unión Evangélica Bautista de España– en Alcobendas (Madrid), es poder estar junto a una de las personas que más he admirado desde mi adolescencia.
Conozco su nombre desde que era niño. Mi padre recibía las revistas y libros que publicaba en los años sesenta, cuando Samuel era editor de Certeza en Argentina. Llevaba la revista que tenía ese nombre y otra denominada Pensamiento Cristiano, que había comenzado Alejandro Clifford, un profesor de literatura inglesa que había en la Universidad de Córdoba, donde se establece Escobar en 1960, para seguir la tarea de René Padilla –que continuo luego, su labor editorial–.
Mi padre traía esas publicaciones a España, cuando comenzó el trabajo del Centro de Literatura Cristiana (CLC) en 1966. Tenía una librería evangélica casi clandestina, en una oficina que había en la Gran Vía de Madrid –entonces llamada José Antonio–. El hablaba con frecuencia de Samuel, desde que le conoció al venir a Madrid, para hacer un doctorado en 1966. Creo que hizo con él, un viaje a París, ya que le relacionaba con historias sobre un avión que perdió, hablando en el aeropuerto, o un cartel que vieron en una iglesia francesa, que decía “cerrado por vacaciones”.
Como yo era un niño entonces, cuando recuerdo haberle leído, era a finales de los setenta y principios de los ochenta. Desde el principio, me sorprendió su estilo fresco y ameno, poco habitual en autores de semejante calado teológico. Su lenguaje siempre ha sido sencillo y claro, sobre todo, predicando. Al impulsar los Grupos Bíblicos Universitarios (GBU) en España en los años sesenta, había dejado una honda huella con materiales como “Diálogo entre Cristo y Marx” o “¿Quién es Cristo hoy?”, que todavía me impresionan.
Cuando mi amiga Marité Pérez-Prida vino a Madrid en 1983 de Córdoba, para seguir estudiando Derecho, me hablaba de Samuel, después de estar con su hija Lilly y las nietas de Clifford, en la Asociación Bíblica Universitaria Argentina (ABUA). Escobar había ido con su hijo, a la Universidad Calvino de Grand Rapids (Michigan, EE.UU.), pero a partir de 1984, enseña en el Seminario Teológico Bautista del Este en Filadelfía. Es entonces cuando empecé a tener correspondencia con él.
APASIONADO LECTOR
Fue para mí un gran honor poder publicar algunos artículos suyos en una revista que hacía con mi padre, Cuadernos Reforma, incluso un monográfico sobre la revisión de la “leyenda negra” en 1992. Poco podía imaginar que un día podría estar enseñando con él en Madrid. Escuchar sus exposiciones bíblicas, participaciones en el claustro, o simplemente tomar un café con él, es uno de los mayores placeres que conozco. Uno nunca se cansa de oírle.
El otro día me contaba cómo la matrona que atendió a su madre, cuando nació en su casa de Arequipa (Perú) en 1934, era una misionera inglesa, que atendía tanto a personas que tenían una buena posición social –ayudó a traer al mundo al Premio Nobel, Mario Vargas-Llosa– como a familias humildes –el caso de los Escobar–. El padre de Samuel era un oficial de policía, que había sido convertido con su madre, a la fe evangélica, un par de años antes. En 1946 era casi el único protestante de los quinientos que estudiaban en el instituto de enseñanza media. Arequipa era todavía conocida como “la Roma del Perú”.
Samuel recuerda leer a su madre, el libro de Proverbios, mientras cosía, así como las vidas de misioneros que le regalaban en Navidad, en la escuela dominical. Desde su adolescencia era un apasionado lector. Descubre la obra de Unamuno, que tanto interesó a Juan A. Mackay –el misionero de la Iglesia Presbiteriana Libre de Escocia que fundó el Colegio de San Andrés en Lima, después de conocer a Don Miguel en Salamanca, presidiendo luego, el seminario de Princeton–, cuyo “Sentido de la vida” fue “un catalizador” de su “conversión consciente a Jesucristo”, así como su “Prefacio a la teología cristiana”.
DIÁLOGO ENTRE CRISTO Y MARX
Samuel se sumerge en la literatura peruana, estudiando Letras en 1951 en la Universidad de San Marcos –donde fue catedrático de filosofía, Mackay, en los años veinte–, pero se licencia en pedagogía. Habiendo crecido en una iglesia independiente – “en la que no había conciencia histórica ni ministerio pastoral”, recuerda–, se enfrenta a un mundo universitario, donde el marxismo era una poderosa ideología. Los estudiantes estaban empezando a adquirir conciencia de la extrema pobreza y opresión que se sufría en Latinoamerica. Las dictaduras militares, guiadas por economistas liberales, se basaban en una administración corrupta, que ponía en evidencia un contraste brutal entre el despilfarro de una minoría privilegiada y la miseria de la mayoría.
Bautizado por un misionero bautista del sur de Estados Unidos, Samuel vivió la tensión entre “el paquete ideológico marxista, que nunca le convenció del todo” y una predicación, o literatura, que no reflejaba la visión bíblica, que respondía al desafío de la visión marxista. Le ayudó, sin embargo, su compromiso con una iglesia bautista, donde aprendió a comunicarse con la gente sencilla, poniendo en la práctica la orientación que recibió de la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos, para la que acabó trabajando.
Escobar asistió como delegado peruano al congreso mundial de la juventud bautista, que hubo en 1953 en Río de Janeiro, así como al primer encuentro de estudiantes evangélicos, celebrado en Cochabamba (Bolivia) en 1958. A esta conferencia, fue desde Lima con el químico y teólogo presbiteriano Pedro Arana. Allí conoció a René Padilla, un ecuatoriano, afincado en Argentina, que provenía de las Asambleas de Hermanos y se había doctorado con F. F. Bruce en la Universidad de Manchester (Inglaterra). Los tres acabaron teniendo un papel fundamental, no sólo en la obra estudiantil, sino en la fundación de la Fraternidad Teológica Latinoamericana en Cochabamba en 1970.
La declaración y aportaciones de Escobar, Padilla y Arana a “El debate contemporáneo sobre la Biblia” fueron publicadas por José Grau en Barcelona –junto a las del nazareno Ismael Amaya y el anglicano Andrés Kirk–, en Ediciones Evangélicas Europeas. Aquellos que les calificaron –tanto entonces, como ahora– de teólogos de la liberación, deberían leer las ponencias que se publicaron en este libro, para ver lo lejos que estaban de los presupuestos críticos de la Escritura que caracterizaban a la Comisión de Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL) –auspiciada y sostenida por el Consejo Mundial de Iglesias–. En 1984, escribe Samuel: “Yo no me he movido un ápice de las firmes convicciones expresadas allí respecto a la revelación, la inspiración y la autoridad de las Escrituras”.
PROYECCIÓN INTERNACIONAL
Ya en 1966, el fundador de la prestigiosa revista Christianity Today, Carl Henry, había invitado a Samuel Escobar a presentar un breve trabajo sobre “evangelización y totalitarismo”, en el congreso que organizó en Berlín con Billy Graham –donde también asistió José Grau–. Samuel apreció en 1984, la integridad del evangelista Paul Little, pero “comprobó más de una vez, con tristeza, los manejos político-eclesiásticos poco limpios de algunos de los ejecutivos de las grandes instituciones evangélicas”.
La afinidad que tenían Escobar y Padilla con el teólogo inglés John Stott, hizo que tuvieran dos de las principales plenarias en el Congreso Internacional de Evangelización Mundial que hubo en Lausana (Suiza) en 1974, convocado por Billy Graham –donde Grau tuvo también una breve participación sobre el Reino–. La ponencia de Padilla fue especialmente polémica, al ser una fuerte crítica desde los Hechos de los Apóstoles, al principio pragmático de unidades homogéneas del “igle-crecimiento” –o sea la popular idea de que la Iglesia crece más, entre personas que tienen algo en común–, preguntándose no si funciona, sino si es bíblico.
Escobar hizo su contribución desde Toronto, donde estaba dedicado a la obra estudiantil, pero desde donde también participó en un taller sobre la preocupación social de los evangélicos, que organizó en Chicago, el menonita canadiense Ron Sider. En 1984 observa que “algunos amigos o críticos” han dicho que sus “años de residencia en Canadá (1973-75) significaron la adopción de una teología más conservadora”. Otros le distinguen de otros miembros de la Fraternidad, como Padilla, al considerar que “ha habido un deterioro de las convicciones fundamentales, con el correr del tiempo”.
A ambas críticas, Samuel responde que la declaración de la Fraternidad en Cochabamba en 1970, sigue expresando sus propias convicciones respecto a la Palabra de Dios. Se adhiere en ese sentido, a la crítica de Arana al ISAL, como “una teología que somete la Palabra a la ideología marxista”. La oposición de los sectores más conservadores, ligados a intereses de organizaciones norteamericanas, llevó a una campaña en contra de los Congresos Latinoamericanos de Evangelización (CLADE), promovidos por la Fraternidad, así como la fundación de un nuevo movimiento, llamado CONELA, Confraternidad Evangélica Latina.
Si quieren saber la postura de Escobar sobre estos temas, tienen que leer el libro que editó la Casa Bautista de Publicaciones en 1987, “La fe evangélica y las teologías de la liberación”. Para mí, es la obra definitiva sobre esta cuestión. Parte de ella apareció en inglés, publicada por la Universidad de Dordt en 1989, como “Liberation Themes In Reformational Perspective”. Otra buena colección de ensayos es publicada también por la Casa Bautista en 1988, bajo el título de “Evangelio y realidad social”.
SU TIEMPO EN ESPAÑA
Desde que está en Filadelfía, Samuel publica cada vez más en inglés, apareciendo a veces, la traducción, años después en castellano. Como es el caso de “Cómo comprender la misión”, editado por Certeza en 2008, pero publicado ya en inglés, en el 2003, como “The New Global Mission”. Otros títulos, como “En busca de Cristo en América Latina” (publicado en Buenos Aires por Kairós en 2012), son difíciles de encontrar en España, donde vive desde el año 2005 en Valencia.
Este no ha sido un tiempo fácil para él. La enfermedad le ha acompañado estos últimos años. Su esposa Lilly sufre Alzhaimer desde el 2004, siendo atendida por Samuel y su hija, a la vez que enseña en la Facultad de Alcobendas. En este tiempo de prueba, he visto cómo el poder de Dios se fortalece en su debilidad (2 Corintios 12:9). A pesar de su fragilidad, se muestra todavía animado y lleno de ideas. Es un hombre siempre interesado en la actualidad. Me suele comentar lo que ha leído el sábado, en el suplemento cultural de El País, Babelia. Y es una de las personas que más me anima a seguir escribiendo sobre películas.
Uno aprende mucho de Samuel, pero lo que más me ha impresionado siempre, es su sencillez. Una de las cosas que más me ha sorprendido en la vida, es que los mayores hombres de Dios que he conocido, son también los más humildes. No son gente pretenciosa y pedante, encantada de conocerse a sí misma. Todo lo contrario. Lo que destaca de Escobar es su gracia y generosidad. Llega a unos grados de hecho, que sólo he visto en figuras de la talla de John Stott, o José Grau.
Cuando estudiaba en Londres en el instituto que tenía Stott, para el cristianismo contemporáneo, en los años ochenta, me invitaba de vez en cuando, a subir a su ático para cenar. Para llegar arriba, tenías que pasar por una estrecha habitación donde tenía una pequeña cama, rodeada de libros, a lo largo de todo el pasillo. No tardé en darme cuenta que no podía sacar ninguno de la estantería, para verlo, porque enseguida me decía: “¡llévatelo!”. Sólo he visto esa generosidad en Samuel Escobar. No me sorprendió por eso, oírle decir un día a Stott, que él aprendió a vivir más simplemente, cuando conoció a Samuel.
BIENAVENTURADOS LOS HUMILDES
Yo nunca he llegado a tener tal desafecto por las cosas materiales, pero cada vez que veo a Samuel, comprendo que de los pobres en espíritu es el reino de los cielos (Mateo 5:3). No hay nada más contradictorio que un cristiano orgulloso. La humildad y mansedumbre, son de hecho, las únicas virtudes que el Señor dijo que aprendamos de Él (Mateo 11:29). Es lo que caracterizó a Moisés (Números 12:3), pero cuando lo perdió, quedó excluido de la Tierra Prometida.
En el mundo cristiano hay demasiada tolerancia para la soberbia. Estamos llenos de gente que se dedica a restregarnos por la cara sus éxitos espirituales, o superioridad moral. Todo es publicidad de nuestros grandes logros y valores. Nos parecemos más al fariseo de la parábola de Jesús, que al publicano que clamó por la misericordia de Dios (Lucas 18:10-14). Es por eso que hay tan poca gracia frente al mundo que nos rodea. Estamos tan satisfechos de nosotros mismos, que nos creemos superiores a todos. Por eso no dejamos de darles lecciones.
En una sociedad que admira al más fuerte, Jesús nos dice que son los mansos, los que recibirán la tierra (Mateo 5:5). No la conquistarán con su poder, sino que les será dada por herencia. Es un regalo que recibimos por gracia, por medio de la fe, no como fruto a nuestros esfuerzos (Efesios 2:8-9). Decía Lloyd-Jones que la verdadera humildad viene de saber realmente quiénes somos. Nos hace falta la honestidad de Samuel, para dejar de defendernos a nosotros mismos.
Quien conoce su propia miseria, no le cuesta escuchar la crítica de otros, porque sabe que si ellos supieran cómo realmente somos, ¡dirían cosas peores de nosotros! Es el asombro de la gracia, que nos hace maravillarnos de la misericordia de Dios, lo que nos permite mostrar gracia y misericordia hacía los demás.
La generosidad nace de saber que “todo es nuestro, y nosotros de Cristo, y Cristo de Dios” (1 Corintios 3:21-23). “No es un tonto quien entrega lo que no puede guardar, para ganar aquello que no puede perder”, escribió el misionero muerto por los huaorani en el Ecuador, Jim Elliot. La vida de Escobar es un ejemplo de gracia y generosidad, que debemos imitar, para ser como el Maestro, pero también un don de Dios, por el que debemos dar gracias al Padre y pedir que seamos más como Él.
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