El Museo de Londres recibe estos días a Sherlock Holmes, el personaje "que nunca morirá", creado por un escritor obsesionado con el método deductivo que sin embargo terminó creyendo en espiritismo y hadas.
He conseguido un pase de prensa para visitar la nueva exposición sobre Sherlock Holmes en el Museo de Londres. Se llama “El hombre que nunca existió y nunca morirá”. Empujando los libros de una falsa biblioteca, entras en el maravilloso mundo del detective más famoso del mundo. Creado en 1887 por Arthur Conan Doyle, sus historias no dejan de reeditarse y llevarse al cine, o a la televisión.
La muestra comienza con el manuscrito de “Los crímenes de la calle Morgue” (1841), la confesada inspiración de Holmes, según una entrevista filmada con el escritor en 1927, que se puede ver en la exposición. El relato de Edgar Allan Poe (1809-1849) sigue siendo considerado como la primera historia de detectives. Es curioso contrastar su letra con la de Conan Doyle (1859-1930), que es de una claridad casi caligráfica, comparada con la ininteligible pluma de Poe. Se pueden ver los manuscritos de “La aventura de la casa vacía” (1903), “del detective agonizante” (1913) y “del cliente ilustre (1924).
Junto al retrato del escritor, se exponen dos copias de las once que existen del primer libro de Holmes, “Estudio en escarlata” (1887), además de las ilustraciones originales de Sidney Paget. La siguiente sección de la muestra, recorre el Londres de la época con cuadros, fotos y mapas, relacionados con diferentes momentos de sus historias. Destaca un cuadro de Monet del puente de Charing Cross, bajo la niebla.
Me llamó la atención la anécdota de la cena de Conan Doyle y Oscar Wilde, el verano de 1889 en el Hotel Langham, con un editor de la revista americana Lippincott, que les encargó dos relatos de no menos de cuarenta mil palabras, por cien libras de la época. El resultado fue “El signo de los cuatro” de Holmes y el “El retrato de Dorian Gray” de Wilde, escritos pocos meses después.
LA REINVENCIÓN DE HOLMES
Desde el principio de la exposición, se muestra cómo el mito de Holmes se ha ido reinventando con el paso de los años. Cuando sus historias se llevan al cine en los años treinta por la Fox, se desarrollan en un contexto victoriano, pero en los cuarenta, la Universal imagina ya al detective investigando a los nazis. Es conocida la discusión sobre qué actor ha interpretado mejor a Holmes. Hay opiniones para todos los gustos. La mayoría se inclina por el Jeremy Brett de la televisión de los ochenta, pero es en parte, porque murió poco después, y es su principal papel.
Para los más jóvenes, Sherlock es el omnipresente Benedict Cumberbatch, que no hay serie ahora, ni película británica, en la que no esté. En el museo se puede ver el abrigo que lleva, además de varios fragmentos de episodios. Otros se quedan con Basil Rathbone, o Peter Cushing, que hicieron muchas veces del investigador. Mientras que para los adolescentes, es Robert Downey Jr. El personaje se reinventa con la misma facilidad que cambia de disfraz en sus historias.
La última sala se dedica al carácter bohemio de Holmes. Su complejo carácter haría que hoy fuera calificado de autista o bipolar. Su mente fría y analítica, contrasta con la melancolía y el aburrimiento, que le lleva a la droga. La muestra acaba con un espectacular montaje de las cataratas de Reichenbach, donde el detective cae, luchando con Moriarty. Desde entonces, no ha dejado de reaparecer.
UNA CABEZA BIEN AMUEBLADA
En “Estudio en escarlata”, Holmes dice que “el cerebro de un hombre al principio es como un pequeño desván vacío que cada cual va amueblando como elige”. La habilidad consiste en “no guardar más que los útiles que puedan ayudarle a hacer su trabajo”. Para pensar como él, hay que aprender a ignorar lo superfluo. El detective parte de un método lógico, basado en la observación, sobre la que formula hipótesis. Tiene un sistema de deducción inexorable. Sorprende, por lo tanto, descubrir que el autor creía en el espiritismo y las hadas… ¿cómo es posible?
Nacido en una familia católica de origen irlandés, Doyle se cría en Edimburgo. Su padre era un alcohólico que trabajaba de funcionario en la oficina escocesa de obras públicas, a la vez que hacía ilustraciones de libros –entre ellos el famoso “Progreso del Peregrino” del predicador bautista John Bunyan o “La vida y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe” del presbiteriano Daniel Defoe–, para mantener a sus nueve hijos. Cuando aumentan los problemas del padre con el alcohol, Doyle es mandado interno a un colegio. El último año lo hace en una escuela jesuita de Austria, donde renuncia a su fe católica.
Doyle estudió medicina en Edimburgo con el famoso doctor Bell, autor de un manual de operaciones quirúrgicas, pero también inspirador de Holmes. Dice que “sabía más del paciente con unas cuantas miradas rápidas, que con cualquier pregunta”. Tras servir como médico en un ballenero, navega a África, donde conoce la brutalidad del tráfico de esclavos en el Congo, que luego denunciaría. Al regresar a Inglaterra, tiene su primer contacto con la teosofía, poco antes de casarse con una viuda que era paciente suya. Tras el nacimiento de su primera hija, Doyle se traslada con su familia a Londres para trabajar de oculista, pero enseguida se dedica profesionalmente a la literatura.
¿ELEMENTAL, QUERIDO WATSON?
Holmes nace en una historia publicada en 1887, “Estudio en escarlata”. Ilustrada por su padre –que había sido trasladado de un centro de recuperación de alcohólicos a una residencia psiquiátrica–, que le muestra con una barba que enseguida desaparecerá. El 221 B de Baker Street era un lugar de moda al sur de Regent´s Park. Allí comienzan y acaban la mayor parte de los relatos de Holmes, con el doctor Watson leyendo el periódico y Holmes fumando en pipa, o sacando notas discordantes de su violín, si no está mirando por la ventana. Y por supuesto, la señora Hudson traerá enseguida una bandeja de comida o té, que Watson apreciará con placer y Holmes considerará una mera necesidad.
Sus clientes suelen llegar por una carta anónima o una visita inesperada –para la consternación de la señora Hudson–, si no es Watson quien llama la atención del detective con un suceso misterioso que aparece en el periódico. Una de las frases favoritas de Holmes es: “Este caso tiene ciertamente algunos puntos de interés”. Aunque la primera vez que se encuentran con el cliente –da igual lo ilustre que sea–, Sherlock suele rechazar el caso. Las personas que ayuda están siempre en una situación de desventaja, o acusados falsamente de un crimen. A continuación emprende una investigación con una metodología estrictamente clínica.
Aunque Doyle nunca utilizó la expresión “elemental, querido Watson” –lo hizo su hijo Adrian, en un relato llamado “La aventura del castillo de Arnsworth”–, la técnica es siempre la misma: Holmes presenta a Watson con una serie de hechos que llevan al doctor a una conclusión apresurada, para que, a continuación, Holmes le muestre su error con una lógica aplastante. Reúne toda la evidencia y propone una teoría científica, basada en sus hallazgos, para ponerla después a prueba y determinar si es cierta o no. El secreto es no ocultar información al lector: Doyle nos presenta los mismos datos con los que cuenta Sherlock. Es como si nos dijera: ¿puedes tú resolver este misterio?, ¿eres tan listo como Holmes? Y la respuesta es evidentemente que no.
EL PROBLEMA FINAL
En la historia de “El problema final” (1893) aparece el poder del mal con el profesor Moriarty: ”Un hombre de buena familia y excelente educación, dotado naturalmente de una capacidad fenomenal para la matemática”. Es la lógica puesta al servicio del terror. “Es el Napoleón del crimen, Watson. Es el organizador de la mitad de lo malo y casi todo lo que no se detecta en esta gran ciudad. Es un genio, un filósofo, un pensador abstracto. Tiene un cerebro de primer orden.”
En el pequeño pueblo suizo de Meiringen –donde Holmes tiene ahora una estatua–, camino de las cataratas de Reichenbach, los agentes de Moriarty tienden a Watson una trampa para separarlo de Sherlock. Cuando se da cuenta, corre a la cascada, donde no encuentra más que el bastón de alpinista y una carta de Holmes. Su desaparición intriga tanto a Doyle como la muerte de dos de sus hijos, al cumplir 3 años, y su hermana Annette con 33, pero su peor sueño se hace realidad cuando su esposa Louise empieza a toser sangre, mientras está con él en Suiza de vacaciones, visitando esas mismas cataratas. No hay duda de su diagnóstico: tuberculosis pulmonar.
La muerte de su mujer –una devota protestante– en 1906, cuando tenía 49 años, cambia toda su vida. Doyle había rechazado el catolicismo, pero con él toda la fe cristiana –“al leer y estudiar sus fundamentos, descubrí que eran tan débiles, que mi mente no se podía basar en ellos”–. El escritor se propone no aceptar nunca nada que no le sea demostrado: “Los males de la religión, vienen todos de aceptar cosas que no pueden ser probadas”.
¿ES LA MUERTE EL FIN?
Cuando tenía sólo 21 años, recuerda haber asistido en 1881 a una conferencia en Birmingham sobre si la muerte era el fin de todo. Le produjo un fuerte escepticismo. Seis años después asiste a una sesión espiritista, que le lleva a enviar una carta a la revista de la Alianza Espiritista de Londres, Luz –que él mismo acabaría financiando–. Se empieza a interesar cada vez más por ello, aunque reconoce que “es un terreno traicionero y difícil, donde acecha el fraude y es posible el autoengaño”. Sin embargo “la recompensa posterior supone una gran paz espiritual, ausencia de temor a la muerte, y una duradera consolación en la muerte de los que amamos”.
En 1917 tiene una “interesante experiencia espiritual” en una sesión. Cree ver a su madre y su sobrino, “tan claramente como les vi en vida”. Piensa entonces que hay un “cuerpo espiritual”, buscando superar la barrera, aparentemente imposible de cruzar, entre la vida y la muerte. No podía aceptar simplemente la separación final de sus seres queridos. En los años veinte dedica todas sus energías al espiritismo, viajando a Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos, Francia y Sudáfrica, para promoverlo. Escribe libros sobre ello –el último que publicó, es una colección de ensayos sobre el tema– y abre una librería especializada en Londres. ¿Qué queda de la lógica racionalista de Holmes?
El año 1922 asiste con su segunda esposa, Jean, a una sesión en Nueva York con el matrimonio Thompson, donde Doyle dice ver y sentir a su madre. Tres días después, el médium es arrestado por la policía, al ser acusado de fraude: el espíritu era la señora Thompson. Lejos de desanimar al escritor, el mismo año investiga unas fotos tomadas por una adolescente cinco años antes, que le demuestran ¡que las hadas existen! En 1971 la chica, ya anciana, reconoce en un programa de la BBC que era un fraude. La niña que aparece en la imagen con 10 años, confiesa en una entrevista en 1982, que las fotos estaban manipuladas con dibujos o recortes superpuestos.
FE Y RAZÓN
El mismo año 22, el matrimonio coincide con el escapista Houdini, que se dedica a desprestigiar a médiums. Los Doyle no sólo creen que se “desmaterializa”, sino que en una sesión en el hotel, su esposa pretende recibir un mensaje de la madre de Houdini. Cuando el ilusionista intenta desilusionarle, cree que está siendo simplemente modesto…
Dice Chesterton que “cuando el hombre deja de creer en Dios, no es que no crea ya en nada, es que cree en cualquier cosa”. Cuando uno se acerca al mundo del ocultismo, una de las cosas que más te llama la atención es esa extraña mezcla de sinceridad y engaño. Es así como lo extraño se convierte en sinónimo de sobrenatural, y lo ridículo en espiritual, pero lo opuesto a la razón no es la fe, sino el absurdo. Es por eso una tragedia que se haya cambiado el milagro por la superchería, la religión por la secta, y la realidad trascendente por el más burdo fraude.
Parece como si la misma confianza religiosa que la modernidad puso en la ciencia y la tecnología, despreciando la religión, se deposita ahora con igual fervor en supersticiones y patrañas. ¿Qué seguridad podemos tener de estas cosas? Holmes no anda desencaminado: “Es un error capital teorizar antes de tener datos. Sin darse cuenta, uno empieza a deformar los hechos para que se adapten a las teorías, en lugar de adaptar las teorías a los hechos” (Escándalo en Bohemia, 1891).
TESTIMONIO SEGURO
La Biblia invita a consultar su Palabra como una dirección segura, cuyo conocimiento no se puede comparar con nuestra experiencia de ningún fenómeno, “Y si os dijeren: Preguntad a los encantadores y a los adivinos que susurran hablando, responded: ¿No consultará el pueblo a su Dios? ¿Consultará a los muertos por los vivos? ¡A la ley y el testimonio!”, dice Isaías 8:19-20. Toda otra vía no produce más que error y engaño. Doyle hizo las preguntas correctas. No hay nada más importante que saber que la muerte no es el fin, pero buscó la respuesta en el lugar equivocado. Cuando, como Holmes nos advierte, no debemos teorizar hasta tener datos seguros.
No podemos por eso aceptar fenómenos como manifestaciones de espíritus de difuntos, porque la Biblia enseña claramente que el espíritu humano no vaga después de la muerte, sino que tiene un destino inmediato. Por la fe, tenemos seguridad de poder estar con el Señor (2 Corintios 5:8). La muerte para el creyente es “partir y estar con Cristo” (Filipenses 1:23). Los que rechazan a Dios, sin embargo, vivirán separados de Él, sufriendo el tormento de la ausencia de Aquel que es fuente de toda alegría, luz y vida.
Cuando el hombre rico de la parábola de Jesús (Lucas 16:19-31), le pide a Abraham que vuelva Lázaro de los muertos a advertir a sus hermanos, para que no vayan al lugar de tormento donde ahora se encuentra, la respuesta no puede ser más significativa. “Las Escrituras tienen, que atiendan a su testimonio” (v. 29). Si no les hacemos caso, tampoco nos convenceremos aunque alguien se levante de los muertos (v. 31). Sólo hay Uno que ha venido de la muerte, Cristo Jesús, pero a Él también le conocemos por la Escritura. Sobre ella descansa una fe segura.
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